Me gustan los abrazos. Me hacen sentir bien, seguro. Cuando mi amor me abraza, es el abrigo, el cobijo, es experimentar la dulce sensación de ser uno con el otro. De ser uno que abraza y es abrazado. De ser.
Soy inmensamente feliz cuando abrazo a mis hijos y más aún cuando se dejan abrazar. Grandulones adolescente que devuelven el abrazo con el amor incondicional de padre e hijo. Es el abrazo del vínculo invisible e indestructible. Ese que demanda ser alimentado permanentemente sin reclamarlo. Ese quien exige en cada instante, porque es un vínculo vital. Es vida y la prolongación de la mía.
Amo el abrazo con mis nietos. Es el que cultiva la ternura. El que hace la pausa y el que arropa. Y disfruto del abrazo del amigo. Inexplicable e infinito, en el encuentro y en el reencuentro. Ese que sólo explica la complicidad más sana. Incondicional y solidaria. Es el abrazo distinto porque es buscado y elegido, porque es elegida la amistad y eso lo hace misterioso y disfrutable.
Yo guardo un abrazo único, irrepetible. Mi madre no abrazaba, sus dolores y tristezas devenidas de fracasos y frustraciones que con el tiempo supe ver, moldearon aún más su carácter duro. No abrazaba, no mimaba. Sólo una vez me abrazo. Quizás fue tan intenso y oportuno que ese abrazo hoy me sigue envolviendo. Quizás porque fue el único que mi memoria atesora es que lo tengo presente y no quiero que acabe. Era junio de 1967. Yo sólo tenía 7 años. El televisor traía imágenes en blanco y negro de destrucción y alegría. De muerte y vida. De desazón y esperanza. A mí, lo recuerdo, me inspiraban miedo.
¿Que otro sentimiento puede en un niño despertar la guerra?
Era el fin de la Guerra de los 6 días. En esos días fue el tema único de conversación en casa y en el Weitzman, el colegio de la comunidad judía al que concurría de tarde y por donde pasaba la vida de todos.
La guerra estaba presente.
Sólo habían pasado 19 años del Holocausto, muy poco tiempo para sentirse seguro. Por eso, la guerra que se libraba tan lejos estaba en casa cada día, como seguramente en las casas de mis amigos, en las casas de todos.
La guerra me daba miedo.
Recuerdo ese día, mamá sentada frente al televisor, me alzó en su falda y me abrazo fuerte. Mi cara se apoyó en su hombro derecho, me acuerdo bien. Su mano en mi espalda. Su voz suave y aliviada en mi oído me dijo: “Ahora vamos a estar bien, ya no tendremos miedo”. Fue el abrazo más largo y más tierno.
No sé si fue por ella, como el abrazo de la leona que defiende sus cachorros de cualquier amenaza o fue por mí y mis miedos. Ya no importa.
Me queda esa experiencia y ese aprendizaje. La del abrazo necesario y oportuno. Ese abrazo que hoy ya grande lo extiendo a mi amor, a mis hijos, a mis nietos y a mis amigos.
Fue sólo un abrazo, como fue sólo una vez que me dio la vida. Al cabo que ambos se convierten en uno y hoy me hacen feliz tenerlos. El abrazo y la vida. Y yo agradezco poseerlo.
Por Claudio Avruj
Director de Optimism