Vendió alfileres de gancho en los trenes hasta que encontró su vocación: la historia de Eduardo Podestá, un escritor que quedó ciego a los 28 años

Historias para contar Slider costado

Eduardo hoy tiene 60 años y es escritor, entre muchas cosas más. Lleva sumergido en la oscuridad más de tres décadas, pero cuando habla dice que lee. No le esquiva a los verbos con connotaciones paradojales ni al humor ácido. Arranca la entrevista contando cómo, una vez, se tomó confiado del brazo de un hombre para cruzar la caudalosa avenida porteña 9 de Julio. Cuando ya estaban lanzados entre los autos, sintió el aliento de su guía y se dio cuenta de que estaba completamente ebrio. Eduardo ríe porque ha sobrevivido a todo con las herramientas de carpintero del alma que se fue inventando a lo largo del tiempo. El humor ha sido una de ellas desde que, a los 6 años, la vida empezó a mezquinarle la visión con una enfermedad sin remedio llamada retinosis pigmentaria.

Una infancia con alas

Eduardo nació el 13 de febrero de 1961 en el centro porteño. Vivía en las calles Perón y Cerrito. Sus padres, Jorge y Susana, eran dos hijos únicos y sus abuelos ya habían muerto. Por todo esto, no había una gran familia, ni tíos ni primos. Cuando él tenía 20 meses nació su hermano Fernando. Ya eran cuatro.

Hasta ahí sucedía una historia clásica de una familia de clase media, donde Susana era ama de casa y Jorge empleado en una óptica del barrio. La primera señal de que algo andaba mal y que pondría patas arriba aquella normalidad con la que vivían sucedió cuando Eduardo ingresó a primer grado en el colegio Monseñor de Andrea. Un día, al volver a su casa, se quejó de que no veía bien el pizarrón.

Lo llevaron al mejor oculista que consiguieron. No en vano su padre era técnico óptico. El oftalmólogo lo revisó y le dijo a Jorge: “Recemos para que no sea lo que yo imagino”. Acto seguido le pidió que también llevara a la consulta a su hermano menor.

No sabe Eduardo si su padre habrá rezado o no, pero en todo caso si hubo plegarias no fueron escuchadas. Cuando llevaron a Fernando, el diagnóstico fue contundente: los dos padecían retinosis pigmentaria. Una enfermedad que conduce progresivamente a la ceguera y no tiene cura.

Sin embargo, Eduardo no recuerda dramatismos ni traumas de aquella época. Sus padres se tragaron la angustia y siguieron con sus vidas, anteojos más anteojos menos, como si sus hijos fueran a ver durante toda la vida. Recuerda los domingos felices pedaleando por las barrancas del Parque Lezama, mientras sus padres los miraban sentados a la distancia.

Y ahí viene la primera lección que quiere rescatar de su historia: sus padres no hicieron del cruel diagnóstico un motivo para cortarles las alas. Los dejaron libres para ver y vivir lo que tocara en suerte.

No recuerda que les explicaran demasiado las cuestiones médicas: “Yo tenía seis años y no me dijeron nada en especial. Mi padre fue un gran hombre… (se emociona) si yo hoy tuviera que manejar una situación así, sabiendo que voy a tener dos hijos que van a quedar irremediablemente ciegos, no sé si podría hacerlo con la grandeza con la que lo manejaron ellos. Nuestros viejos nos dejaron vivir todo lo que podíamos. Papá era de pocas palabras, pero fue un hombre muy sabio”.

No ver de noche

Si bien iban de oculista en oculista, su vida continuó por el sendero de la cotidianidad sencilla. Usaban anteojos para corregir astigmatismo y otras patologías asociadas, hacían deportes y la única diferencia con sus amigos era que sufrían lo que se llama “ceguera nocturna”. De noche, no veían casi nada.

“Lo cierto es que, aunque te detecten esta enfermedad a los tres días de nacer, no hay nada que se pueda remediar. La retina se va opacando, como cubriendo de pigmentos, y va perdiendo su acción de enviar las imágenes al cerebro”, explica Eduardo.

La retinosis o retinitis pigmentaria es una enfermedad poco frecuente y sin solución hasta la actualidad. La causa principal suele ser genética. Se la considera un conjunto de enfermedades oculares crónicas de carácter degenerativo. Los famosos cantantes Andrea Bocelli y Stevie Wonder padecen afecciones semejantes a la de Eduardo. Por lo que se sabe hasta ahora, en el caso de la variable que afectó a Eduardo y a Fernando, el problema genético suele ser portado por las madres quienes se la transmiten a los hijos varones y, en el caso de tener hijas mujeres, ellas podrán ser portadoras del gen sin padecerlo: “Si mi madre hubiese tenido dos hijas, no hubiésemos tenido la enfermedad, pero la hubiésemos seguido transmitiendo”.

Las primeras rebeliones contra el destino, comenzaron en la adolescencia. “Cuando los chicos de 17 o 18 años empiezan a salir al mundo, yo tuve que empezar a guardarme. Cada vez veía menos. Es en la vida nocturna donde la enfermedad pega con más fuerza. De noche quedaba totalmente anulado”, relata.

Su madre Susana, dice Eduardo, actuó parecido a su padre. No había discusiones ni tironeos sobre lo que se debía hacer: “Había un hilo conductor, iban juntos en esto. Lo sobrellevaron dejándonos vivir”.

Eduardo pudo estudiar hasta segundo año industrial en el colegio Otto Krause, luego tuvo que abandonar porque su vista no le alcanzaba. Paradójicamente, a los 15 años, consiguió empleo en una óptica. Como lo era para su padre, su mundo laboral empezó a rondar sobre los ojos ajenos. “Cómo esta enfermedad avanza de a poco, no te das cuenta de que te vas quedando ciego. Recién a los 18 años me percaté de que estaba en serios problemas”.

Hasta donde la vista “dé”

Por la década del ’80, con poco más de 20 años, Eduardo se refugiaba mucho en la música. Integró varias bandas, tocaba la guitarra, cantaba y componía canciones. Tiene escritas, al día de hoy, más de sesenta. El primer grupo musical que armaron se llamó Umbral. En el año 1982 se dieron cuenta de que necesitaban incorporar a un bajista. La que llegó a probarse fue una bajista: María Eugenia. Quedó en el grupo. Un tiempo después, ella y Eduardo comenzaron a salir y se pusieron de novios. En 1986, se casaron. Eduardo tenía 25 años y la oscuridad en la que se hundía era cada vez más palpable.

Hasta los 26 años Eduardo hizo de todo. Fue cadete, trabajó con despachantes de aduana, estuvo a cargo del stock en un distribuidor de golosinas… hasta que el mundo se apagó para él. “Siempre fui una persona inquieta y curiosa. Pero llegó un momento en que mi vista no dio para más. Tuve una junta médica y me jubilé por discapacidad”, cuenta sobre ese momento crucial donde cruzó la frontera entre los videntes y los no videntes. En ese momento, Eduardo no hacía terapia, tenía unos 28 y ya no veía. Llegaron los tiempos duros. La oscuridad de la vista dio paso a la oscuridad interior. Pasó dos años recluido en su casa. Solo salía con María Eugenia.

Asumir la ceguera

Fue la misma desesperación de haber pasado veinticuatro meses encerrado en un PH de dos ambientes, de 40 metros cuadrados, lo que lo hizo darse cuenta de que tenía que asomarse al mundo para salvarse. “Mi alma me pedía a gritos que hiciera algo para salir del encierro”, recuerda. Recurrió entonces a la Asociación de Ayuda al Ciego (ASAC). Empezó a tomar cursos. El más importante fue el de aprender a moverse de forma independiente en la vida y en la calle. Aprender movilidad, así se denomina a la técnica de aprendizaje para el uso del bastón blanco, le devolvió la libertad que había perdido. En la primera clase del curso le dieron, al comenzar, un bastón blanco. Al terminar la lección, Eduardo fue a devolverlo. Le dijeron: “No, el bastón es tuyo”.

Reconoce que fue muy fuerte escucharlo. “¡Es muy simbólico el bastón blanco! Había que empezar a vivir con eso. Me había diplomado de ciego”. Continúa explicando: “Hay una técnica de barrido para manejarte en la calle, con los escalones, para subirte a un colectivo. Por suerte, aprendí muy rápido y, antes de los dos meses, ya andaba por todos lados. Había logrado una adaptación buena y veloz. Con el entrenador salíamos a tomar café, andábamos en colectivo y aprendí a resolver bien las situaciones con escaleras y en interiores. No todas las personas lo logran enseguida. Hay gente que está tres o cuatro años para conseguirlo. Depende de los miedos, de la personalidad de cada uno. Y, también, de cómo te criaron. A mí me criaron sin miedos. ¡Vuelvo a agradecerle a mis padres por esa libertad!”.

El trabajo dignifica

Superada ya su depresión y asumida su ceguera, llegó el momento de tener que enfrentar la difícil realidad económica. El país estaba sumido en una hiperinflación y el dinero no alcanzaba. Cuando en 1989 nació su hijo Leandro, decidió hacer lo que fuera para sobrevivir económicamente. Su mujer era empleada administrativa en una empresa, pero un sueldo no era suficiente. Tuvo entonces la oportunidad de poner un kiosco en el CBC (Ciclo Básico Común) de la UBA, en Avellaneda. Era algo genial, pero duraba solo los seis meses que se extendían los cursos. En los meses restantes, ¿qué podía hacer? Hubo quienes hasta le sugirieron mendigar. Aunque reconoce que si su hijo hubiera pasado hambre lo hubiera hecho, Eduardo no cree en esa filosofía y, ante todo, pretendía mantener la dignidad. Empezó, entonces, a ir al Once a comprar mercadería a los mayoristas para vender en los trenes. Vendería alfileres de gancho: “Fue una etapa durísima. Recordarla me da mucha angustia. La pasé muy mal. Para mí, como una persona ciega, subir y bajar de los trenes con los canastitos de cartón con alfileres de gancho y agujas de distintos tamaños, no era nada fácil… Subir a un vagón, con doscientas personas que te están mirando y vos no ves, es muy doloroso. Salís a vender algo que a casi nadie le interesa ¡y sabés que muchos te compran por piedad”. También vendía bolsas de residuos en la puerta del Hogar Obrero.

Su motor era poder llevar dinero a casa para poder criar lo mejor posible a su hijo: “Todo lo que hice me permitió posicionarme en el mundo, criar a mi hijo con dignidad, mandarlo a una escuela e insertarme en la sociedad”, sintetiza con orgullo.

Ser un papá presente

“Mi matrimonio duró nueve años. A los tres años de estar casados nació mi hijo Leandro, que hoy tiene 32 años. Siempre me ocupé de todo lo que pude. Fui el encargado de bañarlo, de dormirlo, de inventarle cuentos, de ir a la plaza. Fui un papá muy presente, de jugar y de abrazar”, cuenta sonriendo. Cuando Leandro tenía 6 años la pareja se terminó. A partir de entonces Eduardo pasaba con su hijo desde las ocho de la noche de los viernes hasta las ocho de la noche de los domingos.

-¿Cómo es cuidar a un chico que no estás viendo en una plaza?

-Lo primero que tenés que hacer es encomendarte a Dios y a los ángeles (se ríe). Tenés que estar atento a cada sonido. Y, después, confiar en que la criatura va a saber entender lo que no debe hacer. ¡No podés descansar un segundo! Una vez una psicóloga me dijo que la vista acerca, pero que no es todo. Ante cualquier ruido en casa, por ejemplo, yo me levantaba enseguida y lo tocaba. Leandro aprendió, a los ponchazos, que tenía un papá ciego. Se iba dando cuenta solo de qué podía o no podía hacer. También es cierto que, en algún momento, la situación puede ser una ventaja para un chico para transgredir normas y cometer alguna travesura… ¡saben que papá no está mirando! Los miedos están latentes, por eso yo le pedía que a cada rato viniera hasta donde estaba yo y me diera el presente. Hemos ido al cine muchas veces juntos. Me acuerdo que cuando estrenaron El señor de los anillos, que era una película muy larga, me quedé en un café para leer unos audiolibros. En el intervalo, Leandro vino para que me quedara tranquilo. Él respetaba, sabía que había un límite.

Otra vez, cuenta Eduardo, sacó entradas para que fueran al Circo Rodas que estaba en Puerto Madero. “Yo tenía recuerdos de que en Puerto Madero había barandas que daban al agua y me daba miedo porque Leandro era muy inquieto. Hicimos un pacto: él no se iba a mover de mi lado. Le dije que, si no cumplía la consigna, nos iríamos aunque tuviésemos las entradas compradas. Cumplió, no se movió”.

Pero en este punto hay algo que Eduardo quiere dejar claro: cuando Leandro comenzó a tener cierta autonomía él, como hicieron sus padres, lo dejó libre: “Leandro nunca fue mi lazarillo. Nunca accedí a que se convirtiera en mi guía. Me parecía mucho peso, era una presión que no tenía por qué vivir”.

A los 12 años Leandro escogió vivir con su papá por un tiempo. A los 15, volvió con su mamá. Hoy pasados los 30 y luego de unos años como excelente jugador de básquet devino en preparador físico. Y heredó de su padre la pasión por la música. En la vida de Eduardo hubo varias relaciones más, pero no otro casamiento, ni más hijos. Hoy vive solo y no tiene pareja.

Pasión por escribir

En la época en que Leandro se mudó a vivir con su padre fue cuando Eduardo compró una computadora. “En aquel momento se había inventado jaws, un lector de pantalla. Es un programa que se coloca en la computadora y convierte los documentos y los verbaliza. Para mí fue muy importante porque yo leía a través de cassettes grabados por locutores, pero con la computadora se me disparó la idea de escribir. Ahí surgió mi nueva pasión. Todo el tiempo me venían historias a la cabeza. ¡Ya estoy trabajando en mi séptima novela! Cuatro son policiales o de enigma. Estoy escribiendo una trilogía del género fantástico. Me gusta golpear de entrada, atrapar al lector y mantenerlo prendado de la historia sin que decaiga su atención. Para mí es muy importante que la historia sea verosímil. ¡Detesto los finales increíbles! El final debe ser sorpresivo, pero creíble”.

Con su novela El octavo ángel, editada en Argentina por AguaVá (se puede conseguir el libro físico por Instragram), ganó un segundo premio en España de la Once, la prestigiosa organización nacional española para ciegos que realiza concursos literarios abiertos. El jurado español que lo premió dijo: “El octavo ángel es un policial contundente, con una trama central e historias paralelas, que sostiene su tensión sin fisuras hasta el final y logra sorprender al lector con un desenlace inesperado”.

Eduardo sueña con que algún director de cine se anime a llevar a la pantalla grande este thriller: “Para mí es, claramente, una película”, sostiene con convicción. Él mismo escribió en la presentación de su libro: “En ese oscuro mundo al que muchos ni siquiera pueden asomarse por no soportar la idea de padecerlo, mi fuente creadora jamás descansa, nunca concluye de elaborar argumentos”.

El mundo que te rodea

“Mi vida transitó siempre por lugares de gente que veía. A diferencia de otros ciegos que eligen transitar por mundos de gente que no ve. Se dio así. Yo, en lo personal, reniego de los grupos donde todo está centralizado con un común denominador que puede ser la discapacidad porque creo que, si bien compartís esa vivencia, siento que se achata mucho el panorama. Creo que tenés que insertarte en el mundo de todos los días. Yo salgo a la calle y me quedo parado. Si no fuera por la gente que se arrima no podría cruzar. Siempre digo que esa gente son ¡los angelitos de la calle! Por lo menos a mí me funcionó hacerlo de esta manera”, comparte Eduardo mientras dice que también reírse de uno mismo funciona como un buen escudo de autoprotección.

En su trabajo ha enfrentado todo tipo de situaciones. En el kiosco en el CBC muchas veces le robaron: “Trabajaba con chicos de 18 ó 19 años que se enviciaban con la plata… yo ponía los billetes en unos casilleros para poder reconocerlos, pero me empezó a faltar dinero”. Se estaban aprovechando de su ceguera cambiando los billetes de lugar. Si bien estas experiencias fueron los menos, admite que la desconfianza le quedó sembrada.

Hace un año y medio que no está pudiendo trabajar por la pandemia así que la escritura se ha convertido en su actual refugio. “Una persona ciega es un director de cine las 24 horas del día. El ciego va recreando en su cabeza imágenes ficticias a través de gritos, frenadas, olores… Cuando salís a la calle es una invasión de sonidos y eso en mi cabeza son imágenes. Cada imagen recrea una pequeña historia. Veo más que los que ven…”, se entusiasma. Le gusta desmitificar: “La gente ciega está privada de un sentido particular puntual y está obligada a potenciar los sentidos que le quedan. No hay manera de que sus oídos no estén atentos. Esa es mi conexión con el mundo. Lo que para vos es un golpe de vista, yo lo armo a través de los sonidos”.

Soñé un sueño

Le pregunto cómo son sus sueños al dormir: “Mis sueños son absolutamente visuales, en colores y con desarrollo como si estuviera sucediendo una película. Pero, hay una salvedad interesante, a pesar de que puedo ver todo… yo en el sueño sé que soy una persona ciega”.

Su mente está poblada de imágenes del pasado cuando veía y de nuevas recreaciones. La memoria visual cumple para él un gran papel. Eduardo trae a colación una vieja anécdota que resultó muy importante en su vida. Cuando Eduardo terminó séptimo grado, el maestro del primario organizó un viaje para todos sus alumnos a Bariloche. Era algo inusual para la época. En la casa de Eduardo no podían pagar el viaje, así que no se anotó. Pero ya sobre la fecha de partida, el maestro llamó a Susana para decirle que Eduardo iría becado.

“Eso fue para mí maravilloso, porque en esa época veía. Así que conocí las montañas y la nieve y el lago Nahuel Huapi…. Me quedé enamorado de Bariloche. Cuando puedo viajo a un lugar llamado Colonia Suiza, que es una aldea de montaña que está al pie del cerro López y a 300 metros del lago Moreno. Es magia pura. Una vez estuve un mes en el camping de un amigo y escribí una de mis novelas ambientada en las montañas. Mi gran sueño sería vivir los siete meses de calor en las montañas, en una cabaña pequeña, con una chimenea, escribiendo y conviviendo con un perro”.

Eduardo cuenta que las cosas son muy distintas para una persona que vio alguna vez que para quien nació ciego: “Algunos dicen que es preferible nacer ciego, yo creo que no. Por haber visto tengo una idea cabal de algunas cosas. Las imágenes viejas no se me desdibujan para nada, están muy fijas. Todo lo que es el Telmo de cuando yo era chico, la plaza Dorrego, todo está grabado en mi retina. Los cambios que se fueron haciendo después, el Metrobús, Puerto Madero… es muy difícil para mí poder acomodarlos en imágenes dentro de mi cabeza. Me ayuda a ser curioso. Cuando salgo a pasear con alguien lo mato a preguntas”.

Con respecto a las caras y al poder de imaginarlas dice que “hay una especie de mito con eso de tocar para poder plasmar cómo es el otro. Eso es algo que se ve en las películas, pero no creo que sea preciso ni que te permita representar una imagen igual al rostro de una persona. En mi caso en particular, no soy de hacerlo, me parece un poco invasivo. De todas formas, mis amigos, mis parejas, mis vecinos… todas las personas tienen las caras que yo tengo en mi cabeza. Son las caras que imaginamos, por ejemplo, cuando leemos un libro. Imaginación pura. Yo parto de la voz. El tono de voz, la manera de hablar y cómo cada persona inflexiona sus palabras muestra muchísimo cómo es. La voz desnuda”.

Surfear la felicidad

Su padre Jorge murió en 1990; su mamá, en 2002. “La muerte de mi papá me dolió mucho. Murió con una gran tristeza. Mi viejo era un roble, nunca lo escuché protestar, renegar, pelear con nadie, insultar. Fue mi bastión cuando me convertí en papá, ese único año que compartimos de paternidad. Me daba cuenta del inmenso trabajo que hizo. ¡Podrían haber criado a dos tarados! He conocido a chicos de 30 años que no podían salir a la calle si la mamá no los peinaba. Esa sobreprotección puede ser muy mala”.

El hermano de Eduardo se dedicó a la música, integra el coro polifónico de ciegos. Por ese lado de la familia, Eduardo tiene también dos sobrinos.

A su hijo lo crió con la simple consigna de ser feliz: “Lo único que te va a salvar en la vida es ser feliz, si lo que hacés no te enciende el alma no hay milagro. Hay que intentar descubrir qué es lo que te puede mantener el alma encendida. Después de muchos años, aprendí que todos tenemos algún talento y nos debemos a la tarea de descubrirlo. Creo que si yo hubiese visto, no hubiera sido escritor, capaz que mi vida hubiera ido por otro lado. La falta de vista me trae muchas complicaciones y frustraciones, pero también me trajo el poder experimentar mi costado creativo. Creo en algo superior, en otras vidas y en que hay un plan superior en el que todos estamos insertos, una especie de telaraña gigante con todos los pelitos pegados, uno con otro. Nada al azar”.

-Y la esperanza de volver a ver, ¿la tenés guardada en algún lado?

-Te mentiría si te dijera que no fantaseo con volver a ver, pero te soy sincero: ya no me puedo imaginar el mundo viendo. Es una contradicción. Pienso que, a lo mejor, a través de la ciencia y con la tecnología tal vez se pueda hacer algo para imitar la retina y que esas imágenes suban del ojo al cerebro. Algún día eso va a llegar, pero no sé si lo voy a vivir yo, ni si me va a tocar a mí.

“A pesar de que la ceguera la padezco y me genera momentos difíciles y alguna dependencia de la cual reniego, reconozco y agradezco a Dios que solo me ha pasado la ceguera. Hay otras personas que pasan cosas infinitamente peores. La felicidad completa no existe. Esto es como las olas del mar. Viene una buena cada tanto, algunas malas y otras más o menos… Tengo, tuve y tendré momentos de felicidad. Soy una persona que siempre ha perseguido sueños y metas. Muchas de las metas las he cumplido y muchas han quedado en el camino. Hoy, por ejemplo, me levanté absolutamente feliz con una idea a plasmar, a escribir. Me desperté con esa idea y ¡prendí la computadora a las 5.30 de la mañana! Me puse a escribir. Tener una punta de la que tirar, me convierte en una persona feliz”.

Para terminar la nota, volveré a plagiar una idea suya. Me gusta su imagen del mar. Porque en la marea de la vida a Eduardo le ha tocado surfear olas complejas. Pero como buen surfista ha aprendido a esquivar la peligrosa rompiente para mantenerse en lo alto de lo que llaman la pared limpia de la ola. Y, si hace falta, porque se ha atrasado también aprendió a remar para remontarla. Después de todo, siempre hay técnicas para ir bien plantado sobre la tabla de la existencia de cara al viento y en busca de nuestra porción de felicidad.

FUENTE: INFOBAE

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