Carlos Mancilla presidió la Cooperativa Las Madreselvas de recolectores urbanos y gracias a su proyecto, hoy más de 160 hijos de cartoneros pueden acceder a herramientas y proyectos de educación en la fundación “Cartoneros y sus chicos”, que amadrina la filántropa suiza Renata Jacobs
“Sé lo que es pasarla mal y no quiero que otros nenes sufran lo mismo que sufrí yo”, dice Carlos Mancilla. Fue cartonero, pasó hambre y frío, y supo cómo, a fuerza de corazón, encontrarle la vuelta a una vida que más de una vez lo dejó en jaque: fue el primer presidente de una cooperativa de la que hoy es referente. Desde hace 10 años ayuda a los hijos e hijas de cartoneros para que se eduquen y no padezcan las inclemencias de la calle.
“Juntar basura me ayudó a salir adelante. Gracias a mi carrito conseguí lo que tengo: levanté mi casa y pude acomodar a mi familia, a la que nunca saqué a trabajar conmigo. Mi deseo siempre fue que los chicos tenga la educación que yo no tuve”, asegura el fundador de la Cooperativa Las Madreselvas, formada cuando se ocupó de buscar a cada uno de los hombres y mujeres que, en solitario, dejaban sus casas en la provincia de Buenos Aires para juntar cartones en los distintos barrios de la ciudad.
En 2011 conoció a Renata Jacobs, suiza y millonaria, una mujer solidaria que atendió a su sueño y fundó “Cartoneros y sus Chicos”, la Organización de la Sociedad Civil que acompaña a 165 niños y niñas de entre 6 y 18 años para mejorarles la calidad de vida mediante el desarrollo de programas educativos, recreativos, espacios de contención y culturales que fomenten valores para su participación ciudadana responsable.
La historia de Carlos
Nació en un barrio humilde de San Isidro, Buenos Aires, en 1959. De su infancia no tiene recuerdos tristes. La excepción son aquellos días en los que el hambre se colaba en casa y dejaba la mesa vacía. Tenía el amor de sus padres, que lo criaron dándole todo lo que pudieron y que decidieron separarse cuando era casi un adolescente. Su vida comenzó a ponerse dura en 1975, cuando su papá fue victima de un asalto en el tren y lo mataron para sacarle lo poco que tenía. Para ese momento, él ya vivía con su mamá en el barrio 1-11-14, en el Bajo Flores.
“Estudié hasta el quinto grado y, después, como muchos pibes a esa edad, me hacía la rata en la escuela para ir a jugar a la pelota y terminé dejando el colegio”, repasa aquellos años mientras, de fondo, los niños que gracias al trabajo social que encabezó estudian y juegan. “En el barrio aprendí lo que es el trabajo y empecé a trabajar”, agrega.
Carlos trabajó para una fábrica de soda del norte de la provincia de Buenos Aires, manejando el camión. Tanto le gustaba manejar que cuando ingresó al servicio militar pidió llevar los camiones. “Pero en lugar de dejarme manejar camiones, me hicieron manejar un Falcon”, lamenta y agrega: “Casi me tocó ir a la guerra de Malvinas, pero no pasó… De todo lo que viví, lamenté no seguir con la carrera militar porque enseñaban oficios y algunas cosas que me gustaban”.
Al terminar esa etapa, entonces obligatoria, buscó nuevos trabajos para manejar vehículos de gran porte y lo hizo hasta que, en 1992, se quedó sin trabajo. “Ahí empecé de cartonero. En el barrio del Bajo Flores ya había conocido a mi esposa y día y noche, con lluvia o no, como fuera, pero todos los días yo salía con el carrito”, cuenta y dice que los trabajos iban y venían.
En 2001, otra vez la crisis económica lo dejó sin empleo y una vez más, él con su carro a cuestas recorrían las calles de Buenos Aires en busca de productos desechados que pudiera vender por peso.
”Volví a caminar la calle para sustentar a mi familia y, más allá de todos los problemas de ese año, conocí a mucha gente que me dio una mano y pude formalizar la idea de tener una cooperativa de trabajo para recuperadores ambientales en la que hoy siguen 600 compañeros”, cuenta sobre la Cooperativa Las Madreselvas, creada en 2001 y que desde 2011 es una de las catorce cooperativas de recuperadores urbanos que trabajan de manera articulada con la Ciudad prestando su servicio por medio de los centros verdes con camiones que provee el gobierno y micros que trasladan a las personas hasta sus casas en zona norte del conurbano.
Mientras recorría los distintos barrios comenzó a ver aquello que padecían los niños. “Veía que muchos padres llevaban a sus hijos arriba de un carro y los dejaban en las esquinas para que pidieran plata o para que tocaran timbre en los departamentos y pidieran cosas; y eso no me gustaba. Como padre no me gusta que un hijo salga a pedir cuando, en realidad, son los padres quienes deben sustentar a la familia”, recuerda.
Gracias a tantas caminatas, y cuando la cooperativa ya era reconocida por su labor social, supo que había una mujer que ayudaba a esas organizaciones para llevar proyectos a cabo. “A fines de 2011 conocí a Renata Jacobs, una empresaria suiza, que era miembro de una fundación que colabora con dinero a cooperativas así que le presenté mi proyecto para ayudar a chicos de la calle como los que veía todos los días pidiendo”, cuenta cómo fue el inicio de ese sueño.
Renata Jacobs también estaba preocupada por la realidad que esos niños y buscando cómo contribuir a mejorar la calidad de vida de los hijos e hijas de los cartoneros aceptó conocer el proyecto de Carlos, que apuntaba a sacarlos de las calles por medio de la educación.
Prosperó. “Conseguí un establecimiento en Escobar, que nos dejó el intendente de Sandro Guzmán. Era una escuela abandonada y Renata nos dio un dinero para reformarla. Después contactamos a cuatro educadores, más dos coordinadores y junto a mi esposa y otra chica más comenzamos a trabajar con los niños. Arrancamos en la localidad Maquinista Savio, donde estuvimos ocho años”, detalla.
La idea fue tan bien recibida que no demoró en crecer y con los años hubo cambios internos que terminaron en la mudanza a un terreno que donó la intendencia de Pilar. “Mediante los eventos que Renata organizó logramos juntar el dinero suficiente para este nuevo establecimiento en el barrio Lagomarsino donde cada día vienen más de 160 nenes de los barrios vecinos de Pilar y Escobar. Aquí desayunan, meriendan y funciona a contra turno de la escuela tienen clases de apoyo escolar”.
Si bien desde hace tres años Carlos no preside la cooperativa, sigue participando activamente junto a su esposa, con la que tiene 4 hijas y un hijo, y cada día lo dedican a esos niños. “Cuando estamos descansando pensamos en qué hacer por estos nenes. Ahora vengo a ver cómo está todo, si hay algo para hacer y visito a los nenes. Seguir estando me hace sentir bien porque pienso en lo que sufrí en la calle cuando cartoneaba, en los golpes que recibí de la policía cuando buscaba cosas para juntar en la Ciudad y hoy me siento recompensado con estos niños porque pertenezco a este lugar”.
El trabajo de la fundación continuó incluso en la cuarentena cuando se repartieron más de 40 celulares y dispositivos electrónicos a las familias que no contaban con herramientas tecnológicas. También se instalaron computadoras y varios hogares.
“A las familias que no contaban con conexión a internet en sus hogares se los proveía de dispositivos con líneas 3 o 4 G y se les cargaba crédito periódicamente para que no debieran incurrir en ese gasto extra. También se les configuraron los dispositivos y se les explicó uno por uno cómo utilizarlos y cómo conectarse. A medida que iban surgiendo dudas, las mismas eran resueltas automáticamente por nuestro equipo de educadores y nuestra coordinadora tanto vía WhatsApp como vía telefónica o incluso personalmente cuidando todos los protocolos vigentes”, explica el trabajo.
El proyecto, que sigue creciendo, consta de programas de acompañamiento educativo, de alfabetización, Jóvenes Líderes y Acompañamiento a adultos. De cara a la próxima Navidad, Carlos pide padrinos y madrinas para los pequeños. “Necesitamos donantes. Vamos a dejar una carta en la página de ‘Cartoneros y sus chicos’ para que los conozcan y la gente elija a quien apadrinar”, pide Carlos.