Solana Chehtman suele contarle a sus nuevos alumnos del máster de Administración de Artes de CUNY, la Universidad de la Ciudad de Nueva York, la parábola de cómo la vocación se impuso en su vida contra todo mandato. A esta argentina que hoy es una de las protagonistas de la transformación de uno de los paisajes culturales más icónicos del mundo, cuando terminó la secundaria en el Nacional Buenos Aires la convencieron de que dedicarse al arte era una mala idea: “¡Te vas a morir de hambre! ¡Elegí una carrera con salida laboral!”.
Y entonces, siguió el manual: se anotó en Relaciones Internacionales, hizo una maestría en Políticas Públicas y entró a trabajar en el área institucional del Grupo Techint. Hasta que, a los 33 años, con todo un recorrido hecho, viajó a Nueva York para estudiar Política Educativa en Columbia, y algo cambió. “Me di cuenta de que la cultura y el arte podían tener un impacto igual o mayor al de la educación en la transformación social”, dice que en el bar del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, en un alto de una visita para ver familia y amigos junto a su hijo Max Astor, de cuatro años.
Astor es el nombre criollo que negoció con su marido americano porque además de argentino, era totalmente bilingüe y nadie le iba a cambiar la pronunciación. Instalada en el sur de Brooklyn, hace casi una década que vive en los Estados Unidos, donde con el tiempo también se casó y fue madre. Empezó haciendo pasantías en instituciones culturales, hasta que la llamaron para un trabajo temporario en la ONG Amigos del High Line, el parque público construido sobre las vías de un tren que atravesaba la ciudad, a más de diez metros del nivel de la calle. Aunque en los 90 se llegó a pensar en demolerlo, hoy es una de las atracciones del barrio de Chelsea, donde los turistas pasean y se mezclan entre locales que participan de diferentes programas comunitarios, porque se sienten parte.
Chehtman fue parte esencial de esa búsqueda de “conectar con los vecinos a través de proyectos culturales” que ahora continúa desde la dirección de programas cívicos del centro de arte The Shed. Pero tal vez el primer cambio fue personal: “Me animé a empezar de cero en un lugar completamente distinto, y dio sus frutos”.
¿Cómo llega una argentina a ser parte de un proyecto cultural tan emblemático como el del High Line?
“Cuando entré era un proyecto que se había concentrado muchísimo en la reutilización de instalaciones públicas: se presentaba a sí mismo como un lugar lindo, un lugar de flores, un lugar para disfrutar. Pero no tenía mucha conciencia de quién iba o por qué. Y entonces se empiezan a preguntar: “Cambiamos un montón el escenario de la ciudad en esa zona, el área se desarrolló muchísimo, hay edificios de millones de dólares, y todavía tiene vivienda pública subvencionada muy cerca, con población incluso de clase media que no tiene ni donde comprar frutas y verduras porque todo es tan caro”. Se dieron cuenta de que su público había empezado a ser pura y exclusivamente turistas, y que eso era muy criticado. Querían empezar a pensarse como otra cosa. Yo fui parte de la gestión que decidió pensar el High Line como un espacio híbrido y como un espacio público, con todo lo que eso significa. Nuestro trabajo fue pensar cómo hacíamos para conectar con vecinos. ¿Qué cosas les van a atraer a ellos de este espacio? ¿Qué tenemos que traer acá para que sea un espacio donde ellos se sientan representados, interesados, incluidos, para que puedan participar activamente“.
¿Cómo darse cuenta cuando una experiencia va a ser transformadora y convocante para una comunidad?
“Para mí lo más convocante son los artistas, a quien invites a trabajar con vos. Que sean artistas sean parte de una comunidad en sí misma, que traigan a su comunidad al espacio. Nosotros empezamos a trabajar exclusivamente con artistas locales, que fueran, en general, o emergentes o de mediana carrera, pero reconocidos por sus pares y por comunidades artísticas diferentes, que trajeran una perspectiva particular. Y los invitamos a pensar el espacio público activamente. Hicimos, por ejemplo, una serie de performances que se llamó Out of Line, inspirada por una vecina de High Line, porque cuando estaba en construcción, una de las luces estaba mal enfocada y daba directamente a su balcón. Entonces esta vecina, que había sido una música punk y fotógrafa, se quejó, y como nadie hizo nada, decidió invitar a sus amigos a hacer performances en ese balcón. Duró hasta que el administrador del edificio se lo prohibió. Pero nosotros sabíamos de esta historia, que era medio de culto, y decidimos rendirle homenaje, primero, invitándola, y después, con una serie de encuentros que traían la cultura de las calles de Nueva York y el pasado del High Line, que mientras estuvo cerrado fue un espacio de arte clandestino“.
¿Qué pasa al revés, cuando el arte y la cultura no miran a la comunidad?
“Hay dos conceptos que me interesan mucho: uno es el de democracia cultural y el otro es el de resonancia. La idea de resonancia es como una llave que te permite descubrir un significado y un sentido de las cosas. Para mí el arte puede ser un espacio de reflexión y de espejo: poderme ver reflejado o poder descubrir a un otro. Hoy en día, además, me parece que desde estas mal llamadas minorías el contenido que se está produciendo y el cuestionamiento y las ideas son mucho más interesantes. Ya hemos tenido siglos y siglos de artistas hombres blancos. Y me parece que es el momento, desde los espacios culturales, de armar una plataforma de visibilidad para otras cosas. A eso definitivamente me dedico“.
Su trabajo
“En The Shed el trabajo es similar en un contexto completamente distinto. The Shed es un espacio de artes multidisciplinario y en su misión misma está hacer todo tipo de arte para todo tipo de públicos. El esfuerzo que ellos hicieron desde un principio fue diversificar su staff y diversificar los tipos de proyectos culturales que presentan. Yo entré a trabajar dos semanas después de que abriera el espacio, con todo nuevo. Trabajamos con convocatorias para artistas emergentes, que es un rango que no tiene suficiente apoyo en Nueva York ni en ningún lado, y es donde hay un montón de libertad para imaginar cosas por fuera de todo lo existente. Es un espacio de experimentación y de creatividad alucinante. Ellos ya tenían una idea de descentralizar la mirada cultural, invitando a distintos panelistas y reviewers de todos los sectores a evaluar propuestas. Aprendimos muchísimo de diálogo con los artistas. Vamos por la segunda edición del Open Call y logramos subir casi al doble la cantidad de gente que se presentó, aumentar muchísimo la cantidad de proyectos de artistas que se identifican como latinos y como discapacitados. Realmente hubo mucho trabajo en pensar “¿Quién falta? ¿Quién no está representado? ¿Cómo hacemos para llegar a ellos?”.
¿Cómo cambió la cultura comunitaria con la pandemia y el aislamiento? ¿Qué desafíos impuso?
“El arte y la cultura son una de las principales industrias de Nueva York, y todo se tuvo que reprogramar. En The Shed éramos nuevos. Entonces vimos, en primer lugar, una oportunidad muy grande de apoyar económicamente a los artistas que son en general profesionales independientes que no iban a tener las mismas redes de seguridad que otros profesionales. En segundo lugar, nos interesaba que los artistas, que son personas con una sensibilidad y una capacidad de articular lo que estamos viviendo todos, pudieran crear activamente y ayudarnos a los demás a entender lo que estaba pasando. Y en tercer lugar, era una oportunidad de conectar con estas nuevas audiencias y brindarles un espacio de intercambio en un momento en que estaban aisladas. Veíamos que muchas organizaciones compartían material existente casi como un entretenimiento, y a nosotros nos interesaba algo distinto: generar un lugar de encuentro y reflexión“.
FUENTE: INFOBAE