Era botellero, estudió y armó una escuela de oficios digitales para sus vecinos

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La vida de Cristian Martínez está atravesada por una historia de necesidades y superación. Fue vendedor ambulante y hoy preside la Sociedad de Fomento Federal Del Oeste, en Morón. Busca -le dijo a Infobae- que a los chicos de los barrios “se les cambie el chip” que trae de sus padres

“Tengo 39 años y soy el mayor de once hermanos. Nos criamos muy pobres, con piso de tierra. He visto a mi vieja laburar desde siempre, cargar maples de huevo, limpiar casas ajenas, lavar ropa para gente de otros barrios… y con mucho esfuerzo nos fue criando”, cuenta.

En el barrio lo conocen como Cristian "Chapu" Martínez. El apodo se lo debe a su fanatismo por el Chapulín colorado

Cristian se ríe. “Era quilombero”, confiesa, y dice que si no hubiera sido por su madre, nunca hubiera cambiado. “En su momento, cuando era chico, renegué por no tener para comer o por ver a mi vieja llorar por no saber qué me iba a dar de comer al otro día. Eso me causó un gran dolor por dentro, pero hoy entendí que fue lo necesario para entender al que necesita, ¿no?”, dice.

Esa nueva etapa de la que habla la ejerce cada día en la Presidente de La Sociedad de Fomento Federal Del Oeste, en Morón, un espacio casi abandonado hasta hace tres años, cuando él juntó firmas y se puso al frente de la reconstrucción. Hoy el espacio funciona con escuela de oficios tradicionales y digitales, es además un hub de emprendimientos sociales, y un comercio accesible para muchos. Pero antes de llegar a este punto, Cristian tuvo que convertirse en el que es.

Además de llevar adelanta la sociedad de fomento, Cristian es un referente social en Morón y da charlas y capacitaciones para líderes

“Hasta alrededor de mis siete años fuimos medio nómades. Primero vivimos en Marcos Paz, después vivimos en Villa Mariló, después en Moreno, y recién después llegamos a Morón, donde vivo hoy. Mi viejo era un tipo muy mujeriego. Generalmente no estaba en casa, venía y estaba un tiempo, embarazaba a mi vieja, y se iba. Digamos que generalmente en los barrios humildes pasa eso, no se toma conciencia del cuidado. Y bueno, mi vieja nos ama y salimos adelante, pero en su momento la pasó muy mal”, cuenta.

Un día, a sus diez años, acompañó a un lugar a su madre. Caminaron cerca de treinta cuadras y llegaron a lo de una señora. Llevaban una bolsa que cargaban entre los dos, una manija cada uno. Al llegar, la señora salió y abrazó a su madre. Le dieron la mercadería y se fueron. Unas cuadras después, se largó a llover torrencialmente. Graciela buscó en su monedero, pero no tenía con qué pagar el coelctivo. Cristian se puso a llorar y se enojó, las dos cosas a la vez.

“¡Tenía una bronca! Y me acuerdo que le pregunté a mi vieja por qué hacíamos eso si a nosotros no nos sobraba. Y mi vieja me dijo: ‘Mirá, ella no tiene a nadie, vos al menos me tenés a mí. Siempre uno puede dar una mano al que más lo necesita’”, relata.

Conforme fue creciendo, Cristian fue ganando sus primeros pesos. Trabajó un tiempo con su padre como botellero. “El botellero es el que va en el carro y el caballo y se lleva las latas, se lleva las botellas, se lleva el cartón… Como el cartonero pero hace veinte años. El cartonero no se conocía en ese entonces. El botellero te lleva desde una heladera hasta escombros de tu casa o ramas que vos cortaste de un árbol y no tenés dónde tirarlas”, explica.

Después quiso independizarse y comenzó su propio negocio. “Vivíamos en Villa Mariló, era un barrio muy heavy, y yo dije: ‘bueno, ¿qué puedo vender acá?’ Y compré los sachets de shampoo, los chiquititos. Yo entendía que la gente quizás no podía comprar el shampoo grande, pero sí podía comprar el chiquito para higienizarse. Esa fue una de mis primeras pruebas, y empecé a laburar, y laburé muy bien. Después contraté a otro chico y trabajabamos los dos. Salía el sachecito a morir. Costaba veinticinco centavos el shampoo y veinticinco centavos la crema, y por cincuenta centavos tenías los dos”.

Siguió buscando su camino. Trabajó de albañil, carpintero, fue cortador de pasto, limpiador de piletas, mecánico, pintor. Hasta que tomó una decisión que le cambió la vida: estudiar para reparador de electrónica y PC. “A partir de ahí llegué a tener cuatro locales de electrónica, empezamos a crecer, laburé ocho años con eso. Hasta que después con el tema de los robos fue muy difícil sostenerlo porque un día entraron y le robaron a mi señora, la metieron adentro, le apuntaron con un arma. En otra oportunidad apuñalaron a mi hermano, en otra oportunidad me robaron a mí y me golpearon también. Entonces sinceramente era muy difícil sostenerlo y cerramos. Pero ese curso que hice cambió todo”, asegura.

No se equivoca: aunque en ese momento no lo sabía, en el futuro la enseñanza de oficios digitales sería el punto de quiebre de muchas más vidas como la suya. Y aunque pareciera que la preocupación principal de Cristian es el futuro, siempre antes piensa en su pasado y en su madre.

Algunos chicos en el "Potrero Digital", la escuela de oficios digitales que armó para los vecinos. Casi todos los cursos son gratuitos

“Mi vieja me enseñó una filosofía de vida: siempre hay alguien que necesita, siempre hay alguien que si te ponés a ver, encontrás cómo ayudarlo. Si no fuera por ella, ni el colegio hubiera terminado. Recuerdo ir al colegio muchas veces con una bolsita y dos lápices y un cuaderno. O ir al colegio con una zapatilla que te había regalado un político, que le ponía el nombre”, dice.

La reconstrucción

En la puerta de la sociedad de fomento hay, en la vereda, una huerta comunitaria. Contra los pronósticos que le dijeron, la gente pasa por ahí y no roba nada ni la destruye. Junto a una de las paredes del edificio hay también un perchero con un cartel que anuncia: “esta ropa se dona”. Está ahí para ofrecer abrigo a quienes pasan frío. Junto al perchero, un almacén comunitario: Cristian arregló con empresas para comprar productos a bajo costo y los ofrece en el barrio a un precio mucho menor a los habituales.

Ya dentro de la sociedad, lo primero que se ve es el aula que armaron hace unos meses. Hay varias mesas, un televisor, un aire acondicionado, y un banner que dice “Potrero Digital”. Es el nombre que dieron a la escuela. Allí, decenas de chicos de Morón se forman de manera gratutita en distintas disciplinas digitales. Además, en los otros espacios se brindan cursos de oficios tradicionales.

“Ya capacitamos 160 panaderos, tenemos barberos que formamos, peluqueros, tenemos técnicos en reparación de PC, community managers, gente laburando manejando las redes de Grido, de Vía Bana, en Mercado Libre… Tenemos el proyecto con Grido y Vía Bana de las heladerías sociales: la gente puede abrir una heladería en su casa y puede tener una salida laboral. Buscamos ir dando alternativas. Los cursos son gratuitos, hay algunos que tienen un costo social, pero la mayoría son gratuitos”, explica.

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