Contarlo para vivir

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Estamos a 39 años del inicio de una guerra cruel e inútil como todas, pero para mí el tiempo nunca pasa porque todos los días arranco de cero.

Será porque me marcó tan profundo vivirla en primera persona y por eso vuelvo a las islas todos los días. Busco escindirme del relato y de la épica para zambullirme y bucear buscando que cosas puedo aprender de lo vivido, entendiendo que la experiencia no es lo que me pasó sino lo que hago con eso.

Mi latiguillo, que repito como un mantra, es que para mí la guerra fue una escuela. Descubrí la esencia más profunda del ser humano y sus peores miserias.

Me concentro por lo general en lo que denomino el Lado H (humano) de la guerra de cómo se puede vivir en un estado de alerta permanente tan lejos de casa, sin ninguna instrucción y sin la logística que el hecho requiere. De hecho, ni siquiera tuvimos una sola prenda impermeable en nuestro equipo.

Es por eso que a mi entender, y como en muchos aspectos de la vida, la preparación era imprescindible. Nunca en los 66 días que estuve supe si los aviones que nos sobrevolaban eran nuestros o enemigos. Si hasta en el primer ataque aéreo inglés del 1 de mayo, entre el caos y la desesperación del momento, le preguntaba a otros soldados el significado de alerta roja.

Y así me fui moviendo, entre la turba embarrada y el frío extremo igual que todos los soldados que participamos. Esa realidad incontrastable fue durísima pero nunca escuché que alguno se quejara. Atravesamos muchísimas dificultades pero permanecimos unidos siempre. La hermandad de la trinchera todo lo puede, ahí conocí el altruismo y entendí que todos estábamos para dar la vida por el otro. ¿Hay acaso una muestra de hermandad y sacrificio más grande que ésta? 

Las conversaciones de los cuatro dentro de nuestro pozo eran maravillosas y contundentes. Pasábamos de cantar en voz muy baja para evitar dormirnos, a la charla profunda en el caso de no volver y qué le diríamos a los familiares de ese soldado.

El concepto de vulnerabilidad aparecía todo el tiempo y entiendo que incluso nos volvió más fuertes. El sabernos vulnerables nos unía aún más, y entendiendo que no teníamos nada, nos dimos cuenta de que nos teníamos a nosotros mismos.

Por otro lado vivíamos a través de las cartas de nuestros familiares y amigos que nos sostenían permanentemente. Solamente un dato: en el intercambio de correspondencia con mi mamá jamás nombramos la palabra guerra. Ella escribía por ejemplo: “… y que este cruel distanciamiento que nos separa…”. Y yo respondía en las mías “… pero sigo vivo…”. ¡Cuanto me ayudaron esas cartas a seguir adelante! Fueron fundamentales para sostenernos en ese momento tan delicado.

Como la mayoría sabe, el 14 de junio la guerra terminó y marchamos prisioneros al campo del aeropuerto al que habíamos estados dos meses atrás.

La sensación de desamparo cuando un retén inglés nos desarma es durísima. Ver volar tu fusil a una pila enorme de chatarra militar es un momento tremendo. Lo que para mí era protección ya no estaba y en ese momento pensás mil cosas por segundo.

Acto seguido proceden a revisar mis bolsillos y lógicamente encuentran las 187 cartas que atesoré desde la primera que recibí. El soldado inglés en perfecto castellano me dice que se las tengo que dejar, y le digo: “Ya me sacaste todo, el fusil, las municiones, todo y si me las sacás ya no voy a acordarme ni siquiera de mi nombre que todavía está en esas cartas”. Y accedió.

Pasamos cinco días interminables en el campo de prisioneros, prácticamente sin nada y “viviendo” en pésimas condiciones. De nuevo, nadie se quejaba. Hablábamos poco y cargamos con la culpa de haber perdido y saber que muchos hermanos habían dado la vida por nosotros.

Subí al buque hospital Bahía Paraíso y todavía no me daba cuenta que estaba vivo y la guerra quedaba atrás. Nos tocó una tormenta tremenda y el 20 de junio nos encontró cantando el Himno Nacional en la cubierta y ahí empezamos a levantar nuestras cabezas.

Alguien había logrado que todos nos pareciéramos: la piel de la cara quemada por el viento, la ropa hecha girones y el alma ausente.

Al llegar a Buenos Aires esperaba que la gente nos abrazara y que otros tiraran papelitos desde los balcones que daban a las avenidas. Pero nadie nos recibió.

Nos llevaron a las escuelas del Ejército en Campo de Mayo para, según ellos, evitar el shock del encuentro con las familias. ¡Pero si justamente yo quería ese shock después de haber estado en una guerra! ¿Qué mejor anestesia para mi corazón, mi cabeza y mi cuerpo doliente que abrazar a mi familia?

Cuatro días pasamos así esperando que alguien nos buscara.

El abrazo con mi familia fue eterno, sin medir el tiempo, necesitaba ese calor para mitigar todo lo que me explotaba por dentro. Llegamos a casa y era una fiesta, familiares, vecinos, amigos, todos a los gritos preguntándome miles de cosas que yo no podía decodificar. Estaba aturdido y confuso, y sólo asentía con la cabeza o alguna mueca. No podía hablar.

Cuando todos se fueron a la madrugada me fui a bañar por primera vez después de mucho tiempo. Así desnudo como estaba me miré en el espejo y me encontré extremadamente flaco y muy sucio. Tuvo que ayudarme mi mamá a sacarme toda esa mugre con un cepillo para la ropa y mucho alcohol.

Mis padres, con mucho esfuerzo, me habían comprado un colchón nuevo en mi ausencia. Pero no pude. Dormí una semana en el suelo.

Y ese día empecé mi proceso de reparación, reconstrucción y transformación.

¿Por qué Malvinas?

Porque Malvinas son todos nuestros pesares y nuestros errores vistos en un espejo.

Porque Malvinas es la foto de la Argentina, donde en esa época los soldados que volvimos luchamos por ser incluidos dentro de nuestra sociedad eternamente bipolar.

Porque conocimos el frío extremo y el hambre.

Porque viví en carne propia lo que es ser prisionero de guerra.

Porque los que sobrevivimos al llegar al continente esperábamos un abrazo cálido y fraterno para darnos cuenta que estábamos vivos, y nadie estuvo para contenernos.

Porque cuando un soldado regresa de la guerra vuelve con sus traumas a cuestas, sufre el síndrome del sobreviviente y carga una enorme culpa para siempre.

Porque en Malvinas he visto las mayores grandezas que pueden tener los seres humanos bajo presión, como así también sus más profundas miserias.

Porque mi mejor homenaje a los que dieron su vida es difundir lo que pasó, para honrar a aquellos que nunca llegarán a viejos.

Porque para mí la guerra fuée una escuela de valores donde conocí en primera persona lo que significa el altruismo.

Porque se habla demasiado de la “causa Malvinas” y muy poco de sus efectos.

Porque hay familias que aún esperan a ese hijo que nunca volvió.

Porque mi deseo es abrazar con el alma a cada una de esas personas carentes de ese ser amado.

Porque tengo esta bendita “segunda oportunidad” de vivir yendo hacia adelante y por ellos no la voy a desperdiciar.

Porque Malvinas es mi casa.

Y finalmente, porque me rendí una vez y entonces juré que esa sería la última.


Por Marcelo Lapajufker
Veterano de Malvinas
Clase 1963

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Kuche

Excelente nota muy sentida una historia con una herida gigante que no terminara de cerrar nunca es nuestra obligación acompañar a cada uno de estos héroes y a sus familias