Lo sabemos: la realidad imita a la ficción. Y más si la realidad es argentina y la ficción, desopilante. Camino al Varela Varelita para una nota sobre el Día del gastronómico (2 agosto), recordamos pasajes de “La transformación de Rosendo”, novela de Ricardo Strafacce ambientada en ese bar palermitano en medio del estallido de 2001, con Chacho Álvarez escondido de una turba en el sótano. Bueno, entramos y ahí están: Strafacce, escribiendo a mano en una mesa cercana a la entrada de Scalabrini Ortiz y Paraguay; Chacho, ex vicepresidente de la Argentina -que habrá tenido todo tipo de conflictos pero no capilares-, charlando en una mesa pegada a la barra. Al otro lado del mostrador, entre tanto personaje histórico, nos saluda con el brazo en alto el hombre que vinimos a entrevistar: Javier Gíménez, 51 años, nacido en Goya, “República de Corrientes”, alma mater de este bar notable, mozo y dueño al mismo tiempo.
No se confundan, el Varela Varelita, uno de los últimos bastiones de la bohemia porteña, no es un café vintage: está más allá de la impostación. La clientela es tan variopinta como la de cantina de Mos Eisley en “Star Wars”: viejos comensales que se disputan los últimos diarios de papel o miran fútbol del ascenso; artistas jóvenes que escriben en medio de afiches de sus obras; hipsters que ríen a carcajadas frente a sus cervezas; taxistas que buscan interlocutores para las polémicas políticas (uno de ellos, habitué y notable jugador de ajedrez, se presentaba como “el único taxista no fascista de Buenos Aires”).
Hace tres décadas, recién llegado de su provincia/país, Giménez se convertía en empleado de este bar legendario y tradicional. “Empecé como empiezan todos, de bachero, lavando copas. Tenía 20 años y me pusieron un mes a prueba. Hasta entonces trabajaba en el puesto de flores de enfrente, desde la noche hasta la mañana. Como me dormía, a la madrugada ayudaba al canillita del kiosco de la calle Paraguay a armar los diarios. Un día, se fue un pibe que trabajaba en el Varela y el dueño del kiosco le dijo a uno de los gallegos que eran dueños: voy a presentarte un pibe ideal para el trabajo”.el Varela Varelita, uno de los últimos bastiones de la bohemia porteña, no es un café vintage: está más allá de la impostación. La clientela es tan variopinta como la de cantina de Mos Eisley en “Star Wars” (Nicolas Stulberg)
Placer y sacrificio
Sí, adivinaron: Javier Giménez es -acaso sin saberlo- el arquetipo del emprendedor de los sermones neoliberales. Su devenir como lavacopas-mozo-dueño lo convierte en un “self made man” autóctono, aunque él pasa de largo y jamás da lecciones de vida. En los primeros tiempos, alternó el trabajo en el Varela con otro en el rubro gastronómico: “El dueño de una pizzería de acá enfrente le pidió permiso al gallego, cuanto todavía se usaba hacer eso, para que yo lo ayudara de martes a domingos. Lo hice. Aprendí a cocinar, como ayudante de pizzero, y después empezamos con la onda delivery. Hasta entonces sólo había hecho changas, y era joven, así que no me molestaba hacer el sacrificio”. La palabra nos da pie para preguntarle por el alto grado sacrificial del gastronómico. “Y sí, tenés que estar todos los días. Aunque el Varela tenía y tiene la tradición de no abrir los domingos, una rareza. Pero en la pizzería era intenso trabajar siempre. Todo se hace más llevadero si uno se relaciona con la gente e interactúa: es bueno para el gastronómico y para el cliente”.
Nos consta que Giménez disfruta de su trabajo y practica la interacción con los clientes en su punto justo: es simpático pero no invasivo, buen charlista con los que buscan hablar. Su humor y su estilo permisivo transformaron al Varela en uno de los bares porteños más friendly. En una época practicaba ajedrez -un juego mal visto en los cafés por ser antilucrativo- con algunos clientes del Varela, mientras atendía al resto. ¿Cómo? Analizaba sus movidas al paso, de pie frente a la mesa de su rival, bandeja en mano, mirando de reojo el entorno, como un mozo de simultáneas o un ajedrecista gastronómico; en cualquier caso, un prodigio. Muchos de sus clientes, ajedrecistas o no, son sus amigos y no sólo dentro del Varela. Con algunos jugaba al póker, tras el cierre del local, en un departamento cercano. “Ahora, los lunes nos juntamos a jugar al fútbol. Y también los jueves, aunque ese día son partidos mixtos”, nos cuenta, mientras atiende pedidos.
Arte sobre la espuma
Atentos: pasamos a un tema muy muy serio, el que abre la película “Perros de la calle”, de Quentin Tarantino. Las propinas. “Acá todos dejan un mínimo del diez por ciento -asegura Giménez-. Pero muchas veces ese porcentaje aumenta. A mí me gusta hacer dibujos sobre la espuma del café. Lo hago porque me encanta y porque suma a la buena atención. Entonces, no es raro que dejen propinas del cien por ciento o más”. Después nos habla del previsible lado B del asunto. “Los sueldos de los trabajadores gastronómicos son bajos porque se toman en cuenta las propinas como si fueran parte del salario”. Luego nos da ejemplos de esos salarios y, claro, desde la perspectiva del periodismo gráfico no suenan tan bajos, aunque lo sean. Pero ese es otro tema. Mejor dejarlo para el día del periodista y no bajarles el precio a los compañeros gastronómicos.“En el canal Gourmet aprendí mucho sobre decoración de tortas. Aplico técnicas de repostería a la espuma del café, cuidando que no lo tiña”, cuenta Javier (Nicolas Stulberg)
Volvamos a los dibujos que hace Javier con el mango de las cucharitas: pequeñas obras de arte que el cliente no espera. A nosotros nos prepara un cortado con un escudo de Racing perfecto y personalizado. Javier es hincha de River, de modo que nos destroza en la cancha, pero nos levanta con el café del Varela. Sacamos una foto de su creación, un clásico de todos los comensales, y le preguntamos cómo introdujo el color en sus obras. “En el canal Gourmet aprendí mucho sobre decoración de tortas. Aplico técnicas de repostería a la espuma del café, cuidando que no lo tiña; creo que te impresionaría tomarte un cortado celeste. Recuerdo una anécdota que me emociona. Una vez vino una mujer joven con sus padres. A él le hice una carita feliz y le dije: ‘el café más bueno, para el señor’. Un año después, la mujer contó en las redes que el hombre venía de recibir un mal diagnóstico en el oncólogo y que ese café les había cambiado un poco el día. Cuando el padre murió, ella recordó ese momento. Subió la foto de aquel café con la carita feliz y escribió: ‘Este último café que tomamos juntos fue un verdadero café notable’. Después, nos regaló un cuadrito”.
Las varices y el escabio
¿Pero entonces ser gastronómico es una bendición? No, claro que no, no siempre. “Con tantas horas parado, las várices y el escabio son dos fantasmas de todo bolichero”, aclara Giménez. Y recuerda situaciones de difícil manejo: pibes que entraron a ofrecer productos por las mesas y arrebataron celulares (“Ya sabemos quiénes son; no pasa más”), un cliente que sacó una pistola en un rapto demencial (“Quería hacerse el canchero, hasta vino la policía y lo redujo”), borrachines infaltables que se ponen cargosos (“Encontramos a uno tirado nocaut en el baño gritando por Estudiantes”). Pero lo usual es la amistad serena y la mezcla de clientes anónimos y célebres, como César Aira, que suele sentarse junto a la mesa que fue de Héctor Libertella, otro gran escritor habitué del bar. A partir del 2006, año de su muerte, Libertella siguió aporreando su máquina de escribir desde una foto colgada en una columna del Varela. Aira, tan esquivo con el periodismo argentino, aparece en cambio en carne y hueso. “Que él, un candidato al Nobel, venga acá es para mí como que vinieran Messi, Benzema o Cristiano Ronaldo”, se enorgullece Giménez.“Con tantas horas parado, las várices y el escabio son dos fantasmas de todo bolichero”, aclara Giménez (Nicolas Stulberg)
Pero regresemos a su propia historia ascendente. Tras una vida de esfuerzos y de haber superado la amenaza de cierre durante la pandemia, hoy trabaja en turnos de cuatro horas y delega parte de su oficio en su hija y su hijo. “Cuando empecé, los dueños eran cinco gallegos. Por cuestiones internas, algunos vendieron sus partes. Para ellos era sólo un trabajo. Algunos se pasaban de vagos. Los sábados a la noche cerraban sí o sí a las diez u once. Si alguien pedía un tostado, le decían que ya habían apagado la tostadora, un aparato que se enciende al instante, sin calentamiento previo. En un momento empecé a hacerme cargo de eso, a estirar el horario y a cerrar el local mucho más tarde. Hasta que uno de los gallegos murió y lo heredó una señora que me ofreció venderme su porcentaje. Le dije que sí al instante: vendí un autito viejo, pedí plata prestada a dios y maría santísima y compré mi parte”.
Pero Javier no pasó, meramente, de proletario a propietario: siguió trabajando como mozo de su propio negocio, al que hizo crecer y moldeó a su semejanza. Tras tantos años de jornadas interminables, plagadas de historias y personajes, dice, sin alardes: “Aprendí todos los roles, conozco lo que hay que hacer atrás y adelante de una barra”. Creemos que mucho más, que el bar es él y viceversa. En todo caso, en las antípodas de esos mozos que atienden -con o sin razón- con cara de culo, es un ejemplo de todo lo que está bien en el Día del gastronómico.
FUENTE INFOBAE