Conocé a Eduardo, el rey de los botones

Historias para contar Slider costado

El hombre realizó el primer diseño a los 14 años y se dedica desde toda la vida al rubro.

Una mujer entra al local del Rey de los Botones, sobre Avenida Rivadavia al 6200, en el barrio de Flores, preguntando por un botón similar al que perdió de su saco de media estación. El local de Eduardo Alonso (83) tiene miles de botones, de la actualidad y de los tiempos en que su padre, de origen español, vendía en otra tienda de Floresta. “Tengo botones de antes de haber nacido. Desde 1933 y yo nací en 1939″.

“Estos botones fueron hechos en Checoslovaquia que no existe más (desde 1993 es República Checa y República Eslovaca). Eran de la época de mi papá”, aclara el hombre nacido en la Ciudad de Buenos Aires, que se dedicó al mismo rubro de su progenitor, junto con su hermano gemelo, que murió joven, a los 38 años en un accidente.

Antes de abrir su propia tienda, su padre Eugenio Alonso había trabajado para una mercería mayorista en la calle Alsina. “Cosía los botones de las muestras”. El primer local abrió sus puertas en el barrio de Floresta, en Avenida del Trabajo y Varela, en una entrada de garaje.

A diferencia de su padre, que solo comercializaba los botones, con su hermano empezaron a transformarlos. Era muy jóvenes. “A los 14 hice mi primer botón. No teníamos torno siquiera. Contábamos con una sierra. Entonces comprábamos las planchas y hacíamos los bordes cuadrados. Después los pulíamos a paño. “Lo que se tardaba de esa manera”, recuerda. Pero era lo que podían hacer.

Botones antiguos convertidos en aros, en la vidriera de El Rey de los Botones

Con su hermano Horacio hicieron unos botones tan originales para un confeccionista, de formato cuadrado, que al salir en la revista de un importante dominical tuvieron “un éxito bárbaro”. Con esa motivación empezaron a trabajar de noche en crear nuevos modelos, porque todavía eran estudiantes secundarios. Trabajan con una sierra hasta que finalmente pudieron comprar el primer torno. Después su hermano producía y Eduardo los vendía en un local de la Galería Boyacá. “Teníamos tres locales en un momento. Eran otras épocas. Los botones eran importantes. Los sábados habían cinco personas atendiendo y no dábamos abasto”, asegura. Y dice riéndose: “Ahora estoy solo y alcanza”.

Para actualizarse, con su hermano visitaban ferias en Europa de maquinaria. Todavía conserva las credenciales, que no eran de plástico, sino de metal. Parecen llaveros. “No comprábamos máquinas. Íbamos a mirar y adaptábamos las que teníamos”, dice con picardía. Y agrega: “Con mi hermano éramos muy compinches”.

La gente en el siglo xx consumía más botones. Y por la demanda, eran muy importantes para el buen vestir. ”Era otro tipo de venta, antes frecuentaban el negocio más modistas y sastres, que cada vez hay menos”. Sin embargo, asegura que todavía hay personas que cuando compran ropa le cambian todos los botones por otros más elegantes. “El botón con agujeros es deportivo, que se puede colocar a máquina hoy lo usan hasta en las prendas de vestir. El botón con patita es otra categoría, pero en la confección lo ponen muy poco porque se cose a mano.”, explica. En su muestrario, llaman la atención los botones grandes, que era ideales para las telas gruesas. “Ahora es todo más fino. Hasta los tapados”. Y de pronto recuerda los enormes botones que vendió para ser colocados en gruesos tapados de piel, moda que tuvo su último auge en la Argentina en los años ochentas.

En el local actual lo abrió en 1970 y sigue en funcionamiento. Ya no se vende tanto, pero “la plata va y viene”, expresa Alonso, que además de vender botones y cierres, como toda la vida, diseña bijou fantasía. Esos botones que su padre importaba de Checoslovaquia los modifica y los convierte en aros, con pasador o con clip, a la antigua. Otros aros están hechos con hebillas, también antiguas, de las que nadie ya se acuerda. Su mesa está llena de alicates, pinzas, tanza y más elementos para hilvanar todo lo que le venga en mente.

El rey de los botones, Eduardo Alonso, en su amado local que tiene desde 1970

Los aros están exhibidos en la vidriera. Algunas personas se asoman, curiosas, para ver qué podría haber para ellas. Nadie podrá imaginar que se trata de antigüedades intervenidas. Los botones, incluso de cristales checoslovacos, de nácar, madera y otros materiales valiosos, pueden lucirse como una pieza completamente distinta a todo lo visto. Los precios que exhibe son casi regalados, 180 pesos, 200 pesos el par. Eduardo sabe que eso tiene mayor valor. No obstante, dice que le encanta que se vendan. “Cuando vienen estoy chocho”. Sus clientas pueden ser mujeres muy jóvenes o mayores.

Todo cambia. Pero su local continúa congelado en el tiempo y sus tornos en funcionamiento. Durante la pandemia se tomó un descanso del negocio, que pensaba que iba a ser de una o dos semanas. Nada más alejado. Como no podía ir, y no se puede ver quieto, pintó todo el departamento. Apenas pudo, regresó, porque para él más que un trabajo, su oficio lo siente como un hobby. Lo que más le gusta es tallar botones. Hacer piezas originales con el torno, incluso grabando nombres con una letra caligráfica exquisita. Ya nadie tiene buena letra por estos días. El aprendió caligrafía en el Comercial en el que estudió y no se la olvidó.

Sus clientes llegan de distintas provincias. Lo llaman por teléfono para hacerle consultas y Eduardo les aclara que, más que grandes cantidades de botones, lo que tiene es variedad. Puede haber 1000 o 50 de cada modelo. Abajo tiene un sótano, tiene más cajas apiladas de botones, y conserva la emblemática sierra con la que hicieron esos modelos tan exitosos con su gemelo. Si se trata de un encargo para un vestido de fiesta, tiene la costumbre de pedir la tela para ofrecer el botón adecuado. “Eso le gusta a la gente. También, puedo tallarlos en el momento”.

En el local hay una publicidad de un instituto de danza. Es de su hija. Marisol (37), quien fue bailarina del teatro Colón y también fue integrante del ballet Argentino de Julio Bocca y el Teatro San Martín. Lo cuenta orgulloso. Eduardo confiesa que se casó “viejo”, dice riéndose. Mirtha, su mujer, era amiga de su hermano. Volvió a encontrase con ella gracias a que su sobrina fue a comprar botones. “-¿Y tu tía? -Está en casa. -Entonces la voy a visitar”. Y fue a verla un domingo y a los nueve meses se casaron. Él tenía 44, y ella, 35. “Lo compañera que es. Y la familia que tengo”, expresa feliz.

En su mesa lo espera un collar de perlas, que seguro son botones. El pulso lo tiene intacto. Siempre tiene algo en mente para hacer en su negocio.

FUENTE: INFOBAE

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