A los 11 años Gabriel Copola se enteró de que ya no podría caminar. Su camino de superación lo llevó a ser 5 del mundo en tenis de mesa y por estos días representa al país en los Juegos Paralímpicos de Tokio
Conjugar verbos. A sus once años, esa fue la salida mental que encontró Gabriel Copola para intentar controlar el dolor y el miedo que sentía. Se había caído de su bicicleta al pasar por una obra que se realizaba en el Acceso Oeste, cerca de su casa, en Ituzaingó. El brutal golpe contra el cemento le fracturó la columna y generó una lesión traumática en la médula espinal. Durante los siguientes minutos su mayor temor era “que se le apague la computadora”.
Repetir palabras, repasar hasta el hartazgo para un futuro examen del colegio, representó entonces su forma de mantenerse conciente. Finalmente lo ubicaron, lo llevaron al Hospital Posadas, y “ahí comenzó todo”, relata Gabriel, ya con 37 años.
Ese inicio, que él ve como “una situación más de mi vida, pero que me transformó”, lo llevó a superar sus propios límites. Encontró sanación y metas en el deporte. Multicampeón, alcanzó la quinta posición en el ranking mundial de tenis de mesa en silla de ruedas y fomenta la inclusión desde la docencia. Hoy representa a la Argentina en los Juegos Paralímpicos de Tokio.
La pregunta queda en evidencia. ¿Cómo lo hizo? El amor por la actividad física, el acompañamiento de los más queridos y un espíritu de lucha envidiable son los ejes de su recorrido. En el Posadas, el hospital oriundo del partido del Oeste bonaerense, pasó cien días en terapia intensiva. De ellos, el más duro fue cuando le dijeron que solo podría movilizarse en silla de ruedas. “Cuando me dijeron que no podría volver a caminar no entendía bien lo que pasaba, pero creo que tengo esa capacidad de decir ‘es lo que me tocó, vamos para adelante’, nunca pensé en bajar los brazos o en dejar de hacer deporte”, asegura.
Practicó fútbol y taekwondo desde muy chico y soñaba triunfar jugando a lo que le gustaba. Post accidente intentó con natación y básquet. Sin embargo, a Gabriel algo no le cerraba. “No me veía haciendo las actividades que te recomendaban para la rehabilitación”, explica. Las inquietudes fueron el escenario propicio para descubrir “su” disciplina. Así llegó el tenis de mesa.
Unas jornadas infanto juveniles terminaron de acercarlo a la actividad. Rememora que jugó y ganó sin saber las reglas. A raíz de su performance, miembros de un centro de entrenamiento para personas con discapacidad lo invitaron a conocerlo. Tardó un año en ir porque recién comenzaba su vuelta al colegio después de dejar el hospital. Pero no dudó: “Cuando me encontré con la primera clase, no lo dejé nunca más”.
El resto es historia. “Siempre soñé bajito”, admite. Y el deporte lo sorprendió: en 2011 obtuvo su primera medalla dorada en los Juegos Panamericanos de Guadalajara. Repitió en los de Lima 2019, y por eso se clasificó directo a los Paralímpicos que en plena pandemia se celebran en Tokio. En el medio, bronce y plata en Toronto 2015, mundiales con la Selección nacional y el hito de llegar en dos oportunidades a ser el N° 5 del mundo.
Sobre el ranking, advierte: “Era una zanahoria que me había propuesto porque me habían dicho que era muy difícil lograrlo, pero es simplemente un número, no determina nada. Lo más importante es cómo llegás a eso y cuáles son tus intenciones arriba de la mesa. Hoy ocupo el puesto 12 y me siento el mismo”.
Si se trata de elegir un punto de inflexión en su camino, Copola prefiere no quedarse con uno puntual, sino con varias sensaciones y gestos. El acompañamiento de sus más queridos en el hospital, sus amigos escribiéndole cartas para que volviera al colegio, haber formado parte tiempo después, aún sin poder jugar, de los partidos que compartían sus amigos. Por eso afirma con positividad irrefrenable que el accidente “no cambió nada, solo la manera de desplazarme”. Y sigue rescatando instantes, mínimos, que son todo. “En la clínica mi viejo tiró una de esas frases épicas, que ‘la historia la escriben los valientes’, una frase vinculada a la guerra; esto no era una guerra pero sí el desafío de darle para adelante, de escribir la historia, mi historia”. La prueba fue mutua. Para él y sus padres. Todos, finalmente, salieron victoriosos.
Inclusión desde la docencia
“La vocación como profesor la encontré en mi camino”, define. Corría el 2000, Gabriel terminaba la secundaria y su padre le recomendaba que estudiara “algo relacionado con la computación”, mientras su madre le pedía “que hiciera lo que tenga ganas”. Frente a las dudas, un hallazgo: un cuaderno de tercer grado le recordaba al joven Copola que su sueño era ser profesor de educación física.
Al hablar de su otra gran pasión, de su otro gran disfrute, sonríe una vez más. Su accidente también está relacionado. Reconstruye: “Cuando pasó lo mío me perdí las clases de gimnasia porque a ese docente le faltaban herramientas para que un chico como yo pudiera participar, por eso busco transformar lo que le pasó a ese Gabriel en las asignaturas y trabajos con los futuros profesionales para la inclusión de los alumnos con discapacidad”.
De esta forma, el deportista que se reinventó a si mismo se cuelga un trofeo más, el de la enseñanza, en la Universidad Nacional de La Matanza (UNLaM) y la Universidad Católica Argentina (UCA). A partir de las carencias del sistema que él padeció, muchos chicos podrán divertirse en sus clases. Y entre tantas lecciones, teóricas y de la vida, destaca haber podido ver la alegría de sus estudiantes cuando llevó al aula las medallas de oro y bronce que trajó del Panamericano de Lima.
“De diez personas en el país, hay dos que tienen una manifestación de discapacidad”, precisa. Frente al dato propone apuntar a generar empatía con el entorno, a crear puentes que permitan desarrollar todas las capacidades. A que la inclusión deje de ser un slogan para transformarse en un hecho que involucre a toda la sociedad. “El tipo que obstruye la rampa o estaciona en un lugar indebido no está viendo que alguien lo necesita”, ejemplifica.
Para el atleta nacional “solo basta con soñarlo y que el entorno ayude”. En tiempos de exitismo y obsesión por los resultados a corto plazo, incorpora una pausa. “En el deporte y la vida parece como si las expectativas para una persona con discapacidad fueran muy bajas. Más de uno piensa: ‘¿Podrá hacerlo? No lo va a lograr’. Esto es parte de la velocidad con la que vivimos y de la mochila que le ponemos al otro sin ver que tenemos que empujarlo y tirar para adelante todos juntos”, concluye.