Karina Dotto tiene 48 años, es profesora de literatura y hace 10 años fundó Caballos de Quilmes, una organización sin fines de lucro que se dedica a rescatar, curar y rehabilitar caballos de carro
La ley 14.346 establece penas de hasta un año para quien maltrate o haga “víctimas de actos de crueldad” a los animales. En la práctica, es bastante distinto. Según la fundación proteccionista Caballos de Quilmes, en esa ciudad muere un caballo de carro cada 8 horas.
Un tatuaje en el tobillo Karina Dotto (48, profesora de literatura) reza “hasta que el último caballo sea desatado del carro”. Es el lema de la ONG que ella fundó hace diez años y está impreso en las remeras que usan los voluntarios para trabajar, junto con una palabra que se repite todo el tiempo: empatía. Para ellos, la lucha contra la explotación animal y en este caso, la tracción a sangre, es una simple cuestión de empatía.
“¡Bienvenida al paraíso!”, me dicen cuando llego al refugio. Y así se siente. Es un campo escondido y rodeado de arboledas y fardos, donde el aroma a bosta, pasto mojado y viruta contrastan con la cercana realidad de la ciudad de Quilmes. ¿La dirección? Es secreta, y así deberá mantenerse. Las voluntarias de la fundación llevan años siendo amenazadas por grupos de carreros que se oponen a quedarse sin sus “herramientas de trabajo”.
Parece mentira que esa misma joven preside hoy una organización que, hasta ahora, lleva 580 caballos rescatados de la tracción a sangre. Dentro del inmenso predio hay un hospital veterinario, un quirófano en construcción, un establo, una sección de doma natural y hasta una pequeña casa para los voluntarios, en su mayoría mujeres, que se quedan a dormir. De todas formas, Karina no está sola.
Además de los veterinarios pagos, son 17 los voluntarios que trabajan de forma estable todas las semanas para que el refugio siga en funcionamiento. Entre ellos está Romina, quien se rehúsa a salir en fotos, pero que hace 48 horas está trabajando sin dormir. Su energía está intacta: se mueve grácilmente por los establos para limpiar, darle de comer a los caballos, vigilar sus signos vitales y medicarlos según las instrucciones de los profesionales.
No es la única apasionada. Betina es la tesorera de la fundación, y el motor esencial que la impulsa. Hay 150 caballos actualmente en el refugio y ella conoce los nombres (y las historias) de cada uno de ellos. Los besa, abraza y les habla como si fueran íntimos amigos.
Su favorito es Basilio, un caballo anciano que peleó 54 días por su vida internado en la UNLP y hoy “disfruta el campo como ninguno”. Según Betina, es fanático de las croquetas de remolacha y las (ocasionales) medialunas que roba de sus cuidadores. La mujer está siempre pendiente de la evolución de los animales y de posibles llamadas de urgencia a medianoche, sin importar el día ni el horario.
“No me imagino una vida con rutina organizada, sin corridas, sin sufrimiento, sin llantos. No me imagino vivir de esa manera. Cada vez que puedo trato de decirle eso a los chicos más jóvenes, que encuentren algo que les apasione. Esas son las vidas realmente bien vividas. Mi único límite es por mi hija”, confiesa.
Los animales llegan en condiciones desconsoladoras: desnutridos, golpeados, quebrados, con heridas a carne viva, ciegos por los latigazos y hasta preñados. Los carreros esperan que las yeguas den a luz para vender al potrillo por Facebook, con carro incluido; listos para trabajar desde el primer minuto que abren sus ojos.
En el establo hay peluches, uno de caballo y otro de oso. “Son para los bebés”, me explica una voluntaria, pero en el refugio no hay ningún niño. Aparentemente a los potrillos les gusta tener juguetes con los que entretenerse, al igual que a los perros, gatos y seres humanos. El contraste con el mundo de afuera se explica solo.
En el santuario intentan devolverles “la dignidad que les fue robada”. No reciben subsidios ni ayudas estatales, pero tampoco lo desean. Se financian principalmente con los contribuyentes que confían en que los fondos van a ser bien utilizados, pero también con sorteos y rifas solidarias. No es fácil: una cirugía puede llegar a costar casi 300 mil pesos.
“Hacemos todo lo humanamente posible para que los caballos reciban la atención que tienen que tener. Además se dejan muchas horas acá. Son 12, 14 o 16 horas que estás sin cerrar los ojos. Las guardias son circulares y de tres turnos; mañana, tarde y noche. Entonces van rotando porque uno tiene su trabajo también”, explica Karina, que suele quedarse a dormir cuando hace las guardias.