La ciudad se hunde en este día frío de octubre con el dólar a más de mil mangos. El ruido del tráfico es ensordecedor y la fila de gente que mira como ausente el piso y los celulares, agarrando fuerte carteras y mochilas, espera con la paciencia gastada. Cero alegría. Cero onda. Cero de nada y con los bolsillos dados vuelta.
Cuando el interno 101 del 152 se detiene en cada parada, se produce un milagro. Las personas suben con la mirada opaca, arrastrando desgano. El primer “buen día” a toda voz de Rogelio desacomoda a todos. Los sorprende. No saben cómo reaccionar. No saben qué pasa. ¿Es un chiste? No entienden. Rogelio persiste y, mientras apoyan la sube contra el aparato, él ya lanza el segundo ataque de buena onda. Eso les hace prestar más atención. A la tercera estocada ya le arranca una sonrisa al más amargo. Y, a partir de ahí es como si por un rato saliera el sol y otra Argentina fuera posible. Una Argentina alegre y próspera llena de buenos deseos y gente solidaria. Esa es la magia que provoca solo con un poco de humor y palabras amables.
Rogelio López es el conductor de este colectivo que distrae a todos de la pesadilla cotidiana y de los males que portamos en nuestras espaldas: “Yo me considero un servidor público. Cada vez que me siento frente al volante para empezar mi trabajo, me olvido de mí, de mis intereses y me aboco a los pasajeros que son los protagonistas. Pongo buena onda y a cada persona que sube le doy la bienvenida y trato de darle el mejor servicio. No importa la edad o la nacionalidad, ¡con todos soy igual! La gente siempre me va a ver feliz y sonriente. Muchos me han dicho ¡Rogelio no te jubiles, no queremos que te jubiles porque nos trajiste alegría a Buenos Aires! Ahí está la recompensa para un servidor público, la gratitud y la alegría del resto”.
De Formosa a la capital
Lo cierto es que Rogelio es el sexto de nueve hermanos, y está próximo a jubilarse. Nació el 28 de octubre de 1967 y a los 55 años los colectiveros suelen retirarse. Él está por cumplir los 56, ya juntó sus papeles para hacerlo, pero preferiría esperar un poco porque se siente muy útil. “Me gustaría trabajar un año y medio más”, reconoce con su cara redonda y lustrosa. Rogelio no tiene arrugas a pesar de reírse la mayor parte del tiempo.
Su vida comenzó en un pueblo de Formosa llamado Palma Sola. Su papá Justo López impregnó su alegre ADN en todos sus hijos y Rogelio fue el gran heredero de ese carácter. La familia vivía y trabajaba en el campo. Un cáncer se llevó a Justo muy joven, a los 52 años, y dejó a su mujer Elvira Fretes -“Blanquita” como él le decía-, viuda con 35 años y nueve hijos.
Poco antes de morir, Justo ya sabía de su situación terminal por los médicos, llamó a su mujer y tuvo una charla donde le dijo que sabía que ella era fuerte y que iba a poder con todo. Rogelio tenía solamente 12 años. Fue un golpazo familiar, pero salieron adelante.“Siempre lo repito mil veces en el día: ¡amo mi trabajo! Trabajar de lo que uno ama hace que la gente nunca envejezca por eso me mantengo joven”, dice
Durante todo el secundario, para ir a estudiar, Rogelio tuvo que pedalear diariamente quince kilómetros. Su personalidad se forjó con el esfuerzo.
Con 19 años Rogelio llegó a Buenos Aires con la idea de estudiar algún profesorado… de biología, de educación física, de lo que fuera. Se instaló a vivir con sus hermanos. Pero viendo a su hermano Martín conducir un colectivo fue que descubrió el mundo detrás del volante y se le despertó la pasión por llevar pasajeros a destino. Primero ingresó en la línea 68, donde trabajó entre 1990 y 1995, y luego pasó a la 152 en la que está desde hace 25 años. Trabaja en el turno mañana y tiene horarios cambiantes. Su despertador hoy sonó a las cuatro y arrancó a manejar a las 5:38. Como hace solo medio turno, pasado el mediodía, ya está de vuelta por su casa. Deja la enorme mole azul, blanca y roja en La Boca y se sube con agilidad adolescente a sus dos ruedas para pedalear diez minutos hasta el Parque Lezama, donde vive con su mujer paraguaya Marina Oviedo Rivas. La conoció en Buenos Aires cuando ella tenía ya dos hijas, se casaron y tuvieron dos hijos varones: Pablo (21) y Fernando (23). Marina es muy seria, pero es la que más sabe de su eterno optimismo. Como padre Rogelio cuenta que invierte tiempo en hablar con sus hijos y que les enseña con el ejemplo. Su vida de trabajo, su colaboración para ayudar a todos y su predisposición a la unión familiar son una buena muestra de estas enseñanzas.
“No tengo nervios, no tengo estrés, no tengo nada. Yo estoy siempre feliz, estoy contento trabajando, parece que ni trabajo ¡me divierto! Siempre fui así. A mí me gusta lo que hago. La reacción de la gente me ayuda a sentirme bien”.Rogelio López ingresó primero en la línea 68, donde trabajó entre 1990 y 1995, y luego pasó a la 152 en la que está desde hace 25 años
Contagiar alegría
Rogelio es activo en las redes donde sube los videos de otros y los que él mismo hace. Y cuenta que su éxito es contagioso porque hay otros conductores que quieren imitarlo y han empezado a ensayar los saludos y la idea de que la alegría puede propagarse. ¡Bienvenidos a bordo! La buena onda suele generar buena onda. Saludar a todos, anunciar paradas, bromear… Sus ocurrencias hacen que el viaje resulte más corto y que la batería esté cargada de energía positiva.
“La gente necesita de esta buena onda porque están pasando muchas situaciones difíciles. Problemas familiares, problemas de consumo, problemas económicos, falta de dinero, de salud, de tantas cosas… La gente sube triste, desanimada, por eso yo disfruto de poder ayudar. Lo primero es darles la bienvenida… ¡Bien arriba che el espíritu! En la vida es importante mantener el espíritu. No dejo que me afecte el tráfico ni nada, yo sé que eso va a pasar en la ciudad, pero trato de buscar alternativas, de practicar la paciencia y el autodominio. El metrobús por suerte ha ordenado mucho el transporte”, explica.
Es por todo esto que Rogelio López se ha vuelto famoso en las redes. En Instagram (@152rogelio_lopez) tiene casi 43 mil seguidores y en TikTok @subiteala152 otros 46 mil. Y también le hacen entrevistas en radio, televisión y portales. Rogelio va al frente de su mundo de 29 asientos donde caben hasta 60 personas. Sus espectadores de la alegría van subiendo y bajando entre risas, cánticos y aplausos. No hay nada que le arranque su sonrisa durante su show al volante.
Le pregunto si le gusta lo que hace. Le encanta. Si está conforme con lo que gana. Por supuesto, que lo tratan muy bien. Si no se encuentra con gente mala onda. Asegura que no. Si alguna vez le tocaron arrebatos. Ha visto muchos últimamente y asegura que le duele muchísimo que eso pase. Si alguna vez chocó. Jamás. Si cree en Dios. Sí, pero que eso “se lo guarda para él”. Le pregunto si no hubiese sido colectivero qué hubiera sido. Dice marcando la rrrrr: ¡Profesorrrrrr! Le insisto y le digo si no hubiera querido ser actor. “Podría ser eh… (se ríe) Ahora dicen que van a hacer un teatro de la 152 no sé qué será, quién sabe. Voy a ir a mirar”. Le pido que me cuente si sabe cocinar. Sí, hace de todo: pollo al horno, asado, guisos, milanesas. “Soy un buen cocinero”, confiesa. ¿Visita su provincia? Claro, un par de veces al año va a Formosa y trae a su madre a Buenos Aires por un tiempo.Vive en Parque Lezama con su mujer paraguaya Marina Oviedo Rivas, que conoció en Buenos Aires. Se casaron y tuvieron dos hijos varones: Pablo y Fernando, de 21 y 23 años respectivamente
Cuando los choferes nuevos le piden algún consejo no duda en recomendarles: “La gente es lo más importante en el transporte, fijate cómo yo los trato y lo vas a pasar genial porque la gente te va a tratar muy bien. También les digo que tienen que concentrarse en el volante, los cinco sentidos tienen que estar ahí. Son profesionales. No solo tienen su vida en el colectivo sino la de todo el mundo que está arriba del vehículo, la del bicicletero que va por la calle, la del peatón… Hay que ser prudente y cuidar la vida de los demás. Porque ya te dije ¡uno es un servidor público!”.
No sé por qué, pero de pronto me acordé del rubio Claudio Levrino y su mundo de 20 asientos. Los mayores de 50 seguramente recuerden la novela estrella del año 1978 que transmitía el viejo Canal 9. Pero mi memoria me habla, quizá equivocadamente, de un personaje más bien melancólico que manejaba el colectivo 60. Quizá la sensación tenga más que ver con la canción de Cacho Castaña que hacía de cortina de la novela, “Para vivir un gran amor”. O quizá la tristeza provenga de la sorpresiva y prematura muerte de Levrino en un accidente con un arma a los 35 años.
Hoy el paseo es todo lo contrario: pura alegría derramada sobre un universo de desconocidos al que Rogelio termina por evangelizar con su prédica positiva. “Yo me levanto todos los días y me digo: tengo la vida, respiro, ando, tengo un trabajo, voy a ir a trabajar. Jamás digo que trabajo porque no me queda otra. Jamás escucharás de mi boca algo así. Voy a ir a trabajar y a pasarla bien. Pasarla bien significa tratar bien a toda la gente trabajadora, estudiosa… Esa es mi felicidad. La gente tiene que saber que trabajar es una bendición y ser feliz trabajando es lo mejor que te puede pasar”. Es su receta para sobrevivir en la jungla de cemento, en este breve trayecto entre las paradas de la vida.
Rogelio es un verdadero extraterrestre en un país devastado por las bombas económicas, la delincuencia sin fin, la corrupción obscena y los políticos nefastos.
Qué bueno, me digo, que existan los marcianos.
FUENTE INFOBAE