Neli lleva adelante un comedor que armó en su propia casa. La historia.
“Neli, ¿qué hacemos?”, cada vez que alguien hace esta pregunta, Neli sabe qué contestar. Da indicaciones, pero también empana la carne para las milanesas y las fríe. A las once de la mañana empiezan a llegar los comensales al comedor Evita, en la tira 11 del barrio Zavaleta. En la cocina, ponen música y, mientras terminan de preparar el almuerzo, bailan al ritmo de Mentirosa de Ráfaga.
Primero, llegan ancianos delgados y algunas personas que viven en la calle. Más tarde, familias, niños y adultos. Algunos comen en el patio del comedor, hay mesas y sillas, otros se llevan una vianda porque en sus casas los espera el resto de la familia. A las doce, Neli da la orden: “Empiecen a servir”. De los mesones que ponen en el hall del comedor, salen platos, abundantes, con milanesas, fideos y verduras. Se conocen todos porque se ven todos los días.
Neli se da vuelta y le pregunta a las personas que van apareciendo qué necesitan, si ya tienen su plato o lo están esperando. Un hombre le pregunta si no tendrá un pantalón corto para darle, en Buenos Aires hace días hay una ola de calor y sus pantalones son de lona gruesa. Ella le contesta que se va a fijar si su hijo tiene uno y que al día siguiente se lo lleva. Más tarde, llega otro hombre que le dice que está enamorado de ella.
Neli Arminda Vargas tiene 64 años. Es una mujer chispeante que mira con un destello violeta en las pestañas. “Yo soy loca”, dice constantemente. En el comedor que ella dirige, se preparan todos los días 690 platos para el almuerzo y 350 para la merienda. La mayoría de las trabajadoras son mujeres. Se dividen en turnos para poder cumplir con sus empleos remunerados y con las tareas de cuidado que, además, cumplen en sus casas.
La primera en crear un comedor en este barrio fue Olga Ravallo con “Don Segundo Sombra”. Algunas de las vecinas, que llegaron a vivir en Zavaleta a fines de los ’60 -el barrio existe desde el ’68- cuentan que, entonces, era el único que había. El comedor de Neli, como lo llaman todos, inauguró en julio del año 1994 en su casa. Antes, desde 1991, Neli había trabajado en otra iniciativa de comedor que, al final, se cerró.
“Empecé con algo muy chiquito. Trasladé a mis hijos a la parte de atrás y empecé con el comedor en mi casa”, cuenta Neli. “Primero, una piecita adelante, después un techito, con mi marido armamos un tinglado. Ahí empecé a ser la responsable del grupo del comedor Evita. Con mucha ayuda de los curas, también”.
En el año 2004, conoció la agrupación civil La Poderosa, una organización villera en la que militan las vecinas que trabajan en el comedor. Hoy, la agrupación tiene 150 comedores en todo el país. Se estima que en todos los comedores de Argentina -no solo los de La Poderosa- trabajan unas 70.000 personas. La mayoría, mujeres.
“La mujer es fuerte, no hay otra cosa, otro secreto”, responde Alejandra Díaz, una de las trabajadoras del comedor de Neli cuando Clarín le pregunta por qué cree que son tantas las mujeres que se dedican a la economía popular. Ella, además, perdió un hijo por gatillo fácil.
La historia de Neli
“Vine a los 13 años acá. Antes de Zavaleta, vivía en Perito Moreno, en el Bajo Flores”, cuenta Neli. “Me crié con dos personas que para mí marcaron mi vida y fueron muy importantes, el padre Daniel de la Sierra y el padre Jorge Vernazza.”
“Tuve una niñez muy, muy triste, con una mamá alcohólica que me hacía cosas muy feas junto con la gente que estaba al lado de ella”, dice Neli con la voz quebrada. “Son cosas que yo no querría que ningún niño pase. Pero la infancia al lado de los padres, fue la mejor. Cuando iba los fines de semana a la parroquia Nuestra Señora de Luján, era feliz”.
“Nunca me voy a olvidar el día que me saqué el libro Mujercitas en la rifa. Yo pensaba, ¿algún día podré hacer esto por alguien más?”, recuerda Neli. A sus trece años, su mamá conoció a un señor y se mudaron al barrio Zavaleta. Ella cuidó a su mamá, que nunca pudo recuperarse de su adicción, hasta el final.
“Dicen ‘Zavaleta, el terror’, pero Zavaleta, núcleo habitacional transitorio, el terror, no es”, afirma con vehemencia Neli. “Es el barrio donde tuve los mejores años de mi vida, en donde nos reímos, trabajamos, nos abrazamos, en donde conocí al amor de mi vida”.
Cuando ella tenía 18 años, conoció a quien sería su marido, Rubén ‘el Negro’. Juntos tuvieron cinco hijos. “Empezamos ese amor tan lindo, desde los 18 hasta hace dos años y medio, que él ya no está”, cuenta conmovida Neli. Durante la pandemia, Rubén murió de covid.
Fue al Negro y a Neli a quienes, en un desglose del barrio, les tocó la casa 168 en la tira 11. Ahí se mudaron para vivir y fue, también, el lugar en el que juntos comenzaron el comedor que aún funciona. Antes, en el ’91, en otra zona del barrio, hubo un comedor que funcionó durante algunos años, del que Neli también había formado parte.
“A la lucha”
“Me tomé dos días de vacaciones, mi hija Maira me reemplazó. Pero, ¿a dónde me voy a ir yo de vacaciones cuando la gente no tiene qué comer si cierro el comedor?”, afirma Neli.
La jornada de trabajo empieza a las 7 u 8 de la mañana, dependiendo del menú del día. Cada una hace su trabajo, pero cuando termina se pone a cocinar porque sino, no llegan con la comida. Es jueves de milanesas, hay verduras y fideos para acompañar. Bananas de postre. Cuando el mediodía se acerca, empiezan a llevar adelante las ollas para servir. De fondo, suena el Bombón Asesino de Los Palmeras.
Neli saluda a Noemí, una de sus compañeras, con la frase “A la lucha”. Clarín le pregunta a Noemí Corbalán por qué se saludan así. “Porque la lucha es cotidiana. Qué hacemos, qué cocinamos. Nosotras somos las matriarcas, las que vamos siempre al frente y conocemos las necesidades que pasamos en nuestras casas. Este trabajo es maravilloso, pero vivimos a la lucha y en la lucha cotidiana”, responde.
Noemí tiene una olla popular, “Los peques”, que funciona los fines de semana. Otra compañera, Mabel, maneja el comedor que sirve comida a la noche. Mientras que Otilia, lleva adelante un merendero, “Tacitas Poderosas” en el barrio 21-24.
Todas coinciden en que los orígenes de los comedores, merenderos y ollas populares son el hambre y la necesidad. “Eso es terrible”, afirman. Pero su trabajo no termina con la cocción de los alimentos y el servicio de la comida. “Somos psicólogas, asistentes sociales, de todo”, responde una de ellas.
No solamente asisten con la comida, la gente del barrio las busca cuando necesitan ayuda y contención. “Los niños te tienen confianza y de ahí sale otra cosa, que están pasando violencia en sus casas o muchas cosas más profundas. No es que le llenas la panza y te vas, te tenés que poner a pensar cómo ayudarlo. Es muy difícil”, expresa Otilia Ledesma.
“Vino una chica, su compañero la estaba ahorcando. El nene de tres años lo agarró a patadas en las piernas y salvó a la mamá”, cuenta Noemí. “Vino a hablar conmigo e inmediatamente hicimos la intervención, se vino a mi casa unos días. Nos acomodamos como podemos, pero lo más importante es contenerla y ayudar a ese nene y a esa mamá”, agrega.
A la una de la tarde, el patio del comedor se vacía. Solo quedan algunas familias y comensales rezagados. Las trabajadoras empiezan a limpiar el lugar. El turno siguiente es el que prepara la merienda. Le suben el volumen a la música, bailan con alegría en la cocina. “Somos una familia”, dice una de ellas. “Queremos que todas las personas que vengan estén bien, se sientan bien. Aquí no solamente les damos la comida, sino que nos ayudamos en todo entre todos”, comentan.
Neli es referente en el comedor y en el barrio. A ella acuden las personas cuando necesitan algo, confían en ella. “¿Qué tal estuvo la comida?”, le pregunta Neli a uno de los chicos que, dicen, tiene problemas de consumo. “Rica, acá siempre está rica la comida”, responde sonriente.