Gabriela Tezanos Pinto viajó a Canadá hace 21 años a una conferencia de ballenas. Siguió viaje y terminó haciendo un doctorado en Nueva Zelanda. Se casó, tiene dos hijos y la nostalgia por sus sabores la llevó a poner un local temático que ofrece, además, alfajores y dulce de leche
Se la escucha con nitidez, sin interferencias, pero Gabriela Tezanos Pinto (48) está literalmente del otro lado del mundo: en la ciudad de Auckland, en Nueva Zelanda. Cómo llegó tan lejos esta argentina nacida en la provincia de Jujuy y cómo se conecta con sus raíces a través del paladar es la historia que contaremos hoy.
Escaparse de misa
Su padre Pablo trabajaba en el campo hasta que una granizada lo arruinó y comenzó a probar con otros negocios; su madre Celina era escribana. Gabriela Tezanos Pinto fue la tercera de cuatro hermanos (Celina, Verónica, Gabriela y Pablo) y nació en San Salvador el día de los trabajadores, el primero de mayo de 1974. Como una premonición de lo que sería su imparable vida, llegó y sacó a todos del descanso del feriado.
Durante once años fue la más chica de la tribu, la consentida. Se pasó su niñez trepada a los árboles y patinando por la cuadra: “Fui muy libre y tuve una infancia privilegiada”, aclara sonriente mirando a la cámara de la computadora.
Esa libertad se resintió cuando, en el secundario, las monjas alemanas empezaron a ponerle reglas. Gabriela se escapaba de las misas obligatorias y comenzó a sentir que no encajaba en esa sociedad tan encorsetada. A los 16 decidió dar el portazo: no iría al colegio en quinto año, daría libre las materias. Lo hizo y, luego, partió a la ciudad de Tucumán para estudiar biología. “Mis padres siempre me apoyaron, cuenta, pero pensaban que como bióloga me iba a morir de hambre”. Se instaló en San Miguel con una de sus hermanas que ya estaba estudiando, pero rápidamente se dio cuenta de que la experiencia no funcionaría.
“Fue un desastre total, cuenta riendo desde Auckland, hacía demasiado calor en Tucumán. Era imposible. La facultad me gustaba, pero yo vivía con mi hermana mayor que era peor que mi mamá con las reglas. Fue un shock cultural y decidí volverme a Jujuy. Esperé al año siguiente y me fui a Córdoba con mi hermana Verónica que estudiaba abogacía. Enseguida encajé, me gustó y empecé biología de cero de nuevo”.
Estudiar la vida
“Pero llegó un punto en que quería empezar a ver a los delfines y a otros animales en su medio, en la naturaleza. Quería estudiar su comportamiento. Armé un proyecto para estudiar la marsopa espinosa, que es un animal del canal del beagle. Natalie me conectó con la Fundación Cethus quienes me invitaron a estudiar con ellos el comportamiento animal en Puerto Deseado y en Puerto San Julián”.
Ahí se hizo amiga de otra científica y se fueron juntas a la isla H, en el canal de Beagle, para estudiar las marsopas espinosas, pero no lograron ver ninguna hasta el día anterior a irse. Un fracaso, pero ellas insistieron. “Volvimos al verano siguiente y esta vez sí pudimos localizarlas. Son animales que parecen como tronquitos flotando y no son fáciles de ver. Al final, para mi tesis de la facultad, elegí un animal más fácil de estudiar: las toninas overas”.
Cuando Gabriela finalmente presentó su tesis y se recibió, la Argentina estaba sumida en la gran crisis del 2001. No había muchas oportunidades para lo que le gustaba. Se le ocurrió presentar un trabajo para una conferencia internacional sobre mamíferos marinos que se realizaría en Canadá. Para su sorpresa, quedó seleccionada. Tomó sus ahorros que tenía de dar clases particulares y sacó el pasaje. Al mismo tiempo, como quería aprender genética de poblaciones de delfines, también se había contactado con una estudiante de doctorado en Nueva Zelanda, llamada Kirsty Rusell. Ella, a su vez, la puso en contacto con Scott Baker, un biólogo marino especializado en cetáceos y profesor. Baker, una eminencia en el tema, tenía uno de los grupos más grandes del mundo para investigación de mamíferos marinos. Se terminaron conociendo en Canadá. Kirsty le contó que en el grupo necesitaban una voluntaria para trabajar con ellos… Gabriela no dudó, iba a aprovechar la oportunidad como fuera. Le pidió ayuda a sus padres y terminó sacando un pasaje para volar desde allí hacia Nueva Zelanda.
No imaginó que ya nunca más volvería a vivir en la Argentina.
Escala final: Auckland
Aterrizó en Auckland el 21 de diciembre de 2001. La ciudad y el laboratorio de Baker la deslumbraron. Quedó impactada por ese centro urbano verde y lleno de flores, la amabilidad de la gente y porque todo estaba muy cuidado. Esa primera Navidad la pasó en la casa de una amiga argentina que había conocido en la etapa de estudiante en Córdoba. Estaba encantada con el mar, las montañas y los bosques.
Estaba entusiasmada con su trabajo con el equipo de Baker: “Me encantaba hacer trabajo de laboratorio. Hacía un montón de cosas distintas. Armaba catálogos y sacaba fotos a los delfines en su hábitat. Trabajaba con animales vivos. Luego también interpretábamos los datos de las muestras que se tomaban y hacíamos papers”.
El primer golpe de soledad lo tuvo en Año Nuevo, pero lo sobrellevó: se fue a un bar, compró una cerveza, brindó consigo misma y se volvió al hostal. Era un día más y se sentía en el camino correcto.
La felicidad de hacer realidad sus vocación tenía que complementarse con ganar dinero para pagarse su sustento y un alquiler. Para eso confiesa que hizo de todo “desde vender aceitunas y hacer degustaciones, hasta trabajar de secretaria en una galería de arte. Eso de día porque, después de las tres de la tarde, me iba a la facultad a estudiar”.
En la vida suele haber golpes de suerte. La clave está en aprovecharlos. Cuando Scott Baker ganó un proyecto muy grande y postuló tres trabajos de su grupo, Gabriela se movió rápido: “Apliqué a uno ¡y gané! Luego apliqué a una beca para el doctorado y también la gané. Me pagaban la universidad y un sueldo. Era increíble porque yo no hubiese podido pagarlo. Esto fue a finales de 2002. En 2003, empecé mi doctorado”.
Mientras estudiaba, seguía con su trabajo de campo donde disparaba dardos con un rifle para obtener muestras de los delfines. Se apasiona explicando: “Son muestras muy pequeñitas. El dardo pega en el delfín, saca la muestra y rebota y queda flotando en el agua. Son biopsias que se ponen en tubos de laboratorio. De ahí podemos aprender mucho sobre ellos y construir su identidad genética. Podés ver las relaciones entre distintas poblaciones y observar la diversidad. A mayor diversidad genética, mayor resiliencia y mayor capacidad de adaptación”. Entre otras cosas, con estos trabajos se puede averiguar qué comen y qué carga de contaminantes llevan en el cuerpo los animales. Los plásticos y sus nanopartículas son un problema ambiental serio: “Los delfines comunes tienen mucha carga de contaminantes y con la primera cría suelen hacer una fuerte descarga de esos contaminantes. Los bebés delfín tienen una alta mortalidad, más que la normal. Y se cree que, una de las razones, puede ser la polución ambiental”.
Delfines, ballenas jorobadas y… el amor
Gabriela venía de salir con un irlandés, un escocés, un japonés… Habían sido años de una desilusión tras otra. Las relaciones con los extranjeros eran difíciles.
“Yo estaba acostumbrada a tener novios con los que se hablaba de todo. Pero todo terminaba siendo muy superficial porque se ponían incómodos cuando yo preguntaba mucho. No nos entendíamos. Harta, a mi amiga Susana, quien también es bióloga, un día le dije que no iba a salir con nadie más, era al p….”
Poco tiempo después todo cambió. “Yo estaba dando clases de español a extranjeros. Tenía una alumna francesa que estaba haciendo un doctorado. Ella me recomendó a otros alumnos. Empecé a darle a una señora y a un chico neozelandés que se llamaba Daniel Pouwels. Él trabajaba en tecnología y era originario de la ciudad de Invercargill. Tenía 27 años, y yo 29. Era re lindo y después de las clases me dejaba siempre una manzana. Era un gesto muy sutil y yo no me dí cuenta de que le gustaba. Un día me pidió que le diera una clase particular, me explicó que sentía que la otra mujer iba demasiado lento y me invitó a cenar a un restaurante. Esa noche me sorprendió y me dijo que quería salir conmigo. ¡No me lo esperaba! Le contesté: Bueno, veamos…”.
Corría el año 2003 y Gabriela justo tenía un viaje de trabajo a la isla de Tonga con el equipo. Su jefe Scott Baker estaba investigando a las ballenas jorobadas y sobre las migraciones de esta especie a la Antártida. “Durante el viaje mi casilla de mails colapsó. Yo no contestaba porque no me andaba. Me colgué. Al volver, él se había preocupado. Seguimos adelante y un día ¡se puso de rodillas y me pidió formalmente que fuera su novia! Fue muy romántico”.
Pero resulta que Daniel también tenía preparado un viaje desde hacía tiempo. Serían seis meses alrededor del mundo.
La concreción del amor tendría que esperar un poco más.
“Ese viaje es algo que se acostumbra acá. Él ya lo tenía todo planeado desde hacía mucho. Así que se fue a California, México, Cuba, España, Israel…y yo me tomé unas vacaciones para encontrarnos en el medio de su periplo, en Serbia. Tomamos el Expreso de Oriente hasta Turquía, pero en el tren, a las cinco de la madrugada, en la frontera con Bulgaria, apareció la policía. Miraron mi pasaporte argentino y me bajaron del tren. ¡No tenía visa para atravesar Bulgaria! Yo no me había dado cuenta de que, aunque no bajara en ese país y mi destino fuera Turquía, tenía que tener visado. Daniel se bajó conmigo. Era de noche y tuvimos que hacer dedo. Nos llevaron unos camioneros que eran divinos. ¡¡Después nos enteramos de que en Serbia era ilegal hacer dedo!! Al final tuvimos que tomar un avión para llegar a Turquía. Cuando terminaron mis vacaciones, volví a seguir con mi doctorado”.
Contagiar sabores
Al volver del viaje se fueron a vivir juntos. En la convivencia suele pasar que las costumbres de unos y otros se contagien. A Daniel se le pegó el gusto por el mate de Gabriela y se volvió tan fanático como ella. Gabriela dice riendo que su marido parece hoy más latino que “kiwi”, así le dicen a los locales por allá:
“Se puso tan matero como yo. La yerba era, en ese momento, carísima. Costaba 50 dólares los 250 gramos y no había en ningún lado. Tampoco te la podían mandar. Así que empezamos a pensar en cómo traer yerba para acá, después pensamos en importar y vender… ¿Quién nos va a comprar?, le pregunté y él me dijo, Si nadie la compra la tomamos nosotros”, relata Gabriela con humor.
Esas charlas los llevaron a crear una pequeña empresa para importar yerba: la llamaron La Pachamama.
Gabriela se acuerda que, por ese entonces, la yerba era algo raro para los extranjeros. De hecho, cuando ella vivía con jóvenes de otros países para compartir gastos de alojamiento, una vez uno escandalizado le comentó a otro “que yo estaba muy mal, porque me veían drogarme ¡desde las ocho de la mañana! Creía que el mate era droga. En la actualidad, casi todos saben qué es la yerba porque los jugadores de fútbol argentinos y los uruguayos toman mate en todos lados. ¡Y, ahora, los ingleses también toman mate!”.
En el 2005 Gabriela arrastró a Daniel hasta su país. En Jujuy conoció a toda su familia.
“Mi papá no habla una goma de inglés y Daniel que habla mal el español empezó a decirle que se quería casar conmigo. Quería pedirle mi mano. Papá le preguntó a mamá qué decía ese loco neozelandés… Mamá le explicó y él le contestó: ¡Pero que le pregunte a ella! Fue muy gracioso porque Daniel quiso ser muy formal y no lo entendían”.
En ese viaje dieron un paso más con la idea de su emprendimiento: viajaron a Misiones para buscar proveedores. Conocieron al hijo de una familia de yerbateros, Milton Kraus, y él les enseñó cómo era el ciclo de la yerba. El proyecto de la pareja gustó.
Casamiento y una crisis
El 30 de abril de 2005 Daniel y Gabriela se casaron. Tenían todos sus proyectos en marcha. El trabajo y la familia.
Gabriela seguía con su doctorado, Daniel continuaba con su trabajo. “Armamos un sitio web y vendíamos yerba online y a tiendas orgánicas o naturistas”.
En el 2007 quedó embarazada de su primer hijo, Luciano. En el 2009 terminó el doctorado. Fue en esa época que la cosa se puso muy difícil para ella. El laboratorio donde trabajaba se mudó a los Estados Unidos y se quedó sin ingresos. “Llegué a considerar volver con mi familia a la Argentina. Acá no hay Conicet, no hay una transición. Cuando terminás de estudiar no podés enseñar todavía y son muy pocas y difíciles las becas que hay. Pero tuve la suerte de que Daniel siempre estuvo bien y como nos gustaba la vida que tendrían nuestros hijos acá, en contacto con la naturaleza, nos quedamos”.
En 2011 nació el segundo hijo, Emiliano, y Gabriela ya había conseguido un año antes trabajo en otra universidad.
“Menos mal que tenemos nuestra propia casa que compramos con un crédito, porque ahora sería imposible. Los precios de las viviendas son delirantes en la actualidad. En diez años se triplicaron los valores. Nuestra casa que es muy tranquila, de tres dormitorios, ¡hoy vale un millón y medio de dólares! Hay una gran crisis habitacional y, ahora, están construyendo mucho para solucionar el tema”.
Un bar de… mate
Gabriela trabajó en la Universidad Massey dando clases hasta el año 2018. Cuando dejó de hacerlo decidieron dar un paso más con la venta de yerba y abrieron un bar temático al que llamaron Tienda Pachamama, donde también venden productos argentinos como alfajores y dulce de leche al que luego sumaron alimentos peruanos y colombianos.
“Es un lugar donde te vas a encontrar con todo lo que extrañamos comer los argentinos que vivimos en el exterior”, explica. Un sábado al mes hacen algo que llaman “el mercadito” con puestos de otros emprendedores y música en vivo: “Mis hijos, Luciano ya tiene 15 y Emiliano 11, me ayudan en todo. El mercadito les gusta porque les encantan las empanadas y los choripanes. Cuando fue el partido contra Arabia Saudita, acá eran las once de la noche. Entonces se nos ocurrió hacer la previa a las nueve con un carrito de choripanes. Me encanta ver como los argentinos se ponen felices al reencontrarse con sus sabores. Sé muy bien lo que es, porque pasé muchos años sin tener esas cosas y ahora disfruto mucho haciéndolo”.
Gabriela no olvidó su costado de científica y sigue colaborando ad honorem con la investigación de mamíferos marinos para publicar en papers científicos.
A tal punto que en enero de este año recaló en la Antártida invitada por una profesora amiga de una universidad colombiana: “La acompañé a hacer un trabajo de ciencia ciudadana y mostramos cómo tomábamos muestras en distintos lugares. ¡Así fue que conocí las Malvinas!”.
El pasado que no fue, el presente que es y el futuro que podría ser
Gabriela, hoy ya residente en Nueva Zelanda y con doble nacionalidad, no piensa jamás en cómo hubiese transcurrido su vida si se hubiera quedado en la Argentina. Eso es algo que no ocurrió y, por lo tanto, no gasta su tiempo en ello.
“La época del COVID fue dura. El país estuvo cerrado casi dos años, era un lío salir. Mis hijos hace cuatro años que no van a la Argentina. Yo tuve Covid en julio de este año, pero ya con todas las vacunas y fue leve”. Pero admite que, cada vez que vuelve y pasa unos días en sus pagos “me duele. Porque me doy cuenta de que uno ha crecido y vivido fuera tanto tiempo, porque siento que mis sobrinos crecieron sin conocerme. Eso me duele. Es el sacrificio que hacemos los que emigramos. Este año, cuando me llamaron de urgencia para decirme que mi papá estaba muy mal de salud, sentí terror. Por suerte pude viajar, pude llegar y estar un mes con mi papá que entraba y salía de la terapia intensiva. Me pude despedir de él. Ese es el gran miedo de los que vivimos lejos. Ese llamado. En este último viaje, por ejemplo, también conocí a la hija de mi hermano que tiene dos años”. Reconoce que el ser argentino se extraña más, por ejemplo, cuando hay un mundial.
“De todas formas, asegura, haberme ido me hizo quien soy. No me arrepiento de aquella decisión de quedarme acá. Siempre tuve claro que estaba eligiendo. A mis hijos les diría que vayan donde quieran, que vivan su vida. El mundo es enorme, es muy grande ¡y hay tanto por explorar! Los voy a apoyar como me apoyaron mis papás a mí, que sean libres. El mayor, Luciano, ya me dijo que se va a ir cuando termine de estudiar. Este país es chiquito, tenés que salir. Salir es ponerte en distintas situaciones y siempre te hace crecer”.
Si bien está contenta en Nueva Zelanda, Gabriela sigue fantaseando con moverse. El movimiento forma parte de su espíritu inquieto: “Cuando los chicos crezcan y se vayan, capaz que podríamos envejecer en Italia. Tuve un bisabuelo italiano. Fantaseo con cocinar pasta en la calle y ser una viejita hablando media lengua. Italia tiene una cultura más divertida y un mejor clima… Acá llueve de marzo a diciembre”.
Gabriela hoy tiene pactada una visita a su negocio, la embajadora argentina en Nueva Zelanda está en la ciudad y quiere ver su emprendimiento. En Argentina son las 19.10 de la tarde de un miércoles, allá son las 11.10 de la mañana de mañana jueves. Con dieciséis horas de diferencia, la conversación termina.
FUENTE: INFOBAE