Deborah se crió en Bajo Flores y ahora está organizando la boda con su pareja coreana, en la cual contará con todas las tradiciones de aquel país.
Déborah Kim (30), descendiente de coreanos, se propuso acercar su cultura en nuestro país poniendo bajo la lupa sus tradiciones, gastronomía, reglas de cortesía y curiosidades, en posteos que cada día conquistan más seguidores. De un espíritu más bien reservado y de un modo calmo para hablar, de a poco, la joven se animó a compartir aspectos de su vida en las redes.
Su infancia la recuerda divertida. Muy feliz. Sus padres quisieron que aprendiera la lengua de la familia pero sus estudios los hizo en escuelas no coreanas. “Nunca fue una alternativa para mí una escuela coreana y tampoco para mis papás”, aclara, porque quisieron que estuviese integrada socialmente. El idioma pudo estudiarlo con cursos acelerados en el Instituto Coreano Argentino (ICA), en Bajo Flores, durante los veranos. De chica, el punto de encuentro de su comunidad se daba en la esquina de esa escuela, en Carabobo y Asamblea.” Los sábados y domingos estaba lleno de gente, desde las 12 hasta las 20. Había un puesto de comida callejera coreana, la vendía una señora mayor”, recuerda sobre esa etapa. A esa esquina la llamaban Dul li, por un local que llevaba ese nombre, que estaba justo en esa esquina.
Déborah es muy agradecida con su familia, porque a pesar de que no tuvo una economía que les permitiera darse lujos, su padres intentan y lo siguen haciendo, en darle todo lo mejor.
“Mi familia llegó a la Argentina en 1976 en búsqueda de nuevas oportunidades. En Corea del Sur no se vivía bien. Mi abuelo optó por traer a toda su familia. Mi papá, Antonio, es el mayor de cinco hermanos. Me contó muy poco sobre su llegada. Dijo que lo trataron como un bicho raro, y que lo llevaron a un cuarto aparte para revisarlo. Era una cara oriental en un país lleno de italianos y españoles. Sintió la diferenciación”, cuenta Kim.
El desconocimiento del idioma no fue una barrera para conseguir trabajo. Y muy pronto se adaptaron. “Trabajaron en todo lo que se podía hacer manualmente. Se dedicaron, entre otras cosas, a la confección. La colectividad judía tenía empresas y mis abuelos traían el trabajo a casa”, explica.
Como sus padres no dominaban el castellano, de muy chica Déborah se vio obligada a hacerse valer y defenderse, aunque siempre siguiendo el consejo de ellos. Iba a la escuela Espíritu Santo, en Flores, y cursaba segundo año cuando fue discriminada por una profesora. “Me cambié de escuela porque un día en el aula nos dijo a mis compañeras coreanas y a mí, ‘cállense las cuatro chinitas’, mientras se estiraba los ojos con los dedos hacia los costados”, recuerda sobre aquella situación. Y sí, se quedó callada durante varios meses hasta fin de año por consejo de su madre, para que no la reprobara de la materia. Así espero el fin de curso. Fue sin sus padres, por la barrera idiomática, pero acompañada por sus compañeros a hablar con la rectora, quien se sintió apenada que decidiera abandonar esa escuela. Déborah era una alumna con muy buen promedio. Otras maestras, le dedicaban elogios. Destacaban el respeto con el que se dirigía hacia ellas. “A mí me gusta que vos Déborah, me trates así, de usted. Me siento respetada”, le repetían. Para la cultura coreana el trato hacia las personas mayores es siempre respetuoso. Eso lo había aprendido en su casa. Con el tiempo las cosas cambiaron. Hoy tutea a todos a la usanza argentina, pero asegura que todavía le cuesta mucho tratar de ese modo a los adultos.
En la escuela ECEA, de Villa Devoto terminó el secundario. Allí iban muchas de sus amigas coreanas y no le importaba hacer ese viaje todos los días en transporte público. La joven también se sincera: “Siempre me gustó relacionarme tanto con coreanos como argentinos pero debo admitir que la mayoría de las veces, me sentí más cómoda con gente de mi comunidad, más que nada por las costumbres”. Con sus amigas salía a ver “pelis” o iban a Winter, la pista de patinaje sobre hielo de la calle Yerbal (cerró en 2020 después de 34 años). Si no, se juntaban en la casa de alguna y cantaban canciones de Bandana o Mambrú.
Muchas celebraciones tenían lugar en su casa. Especialmente cuando nacieron sus primos. A los coreanos se les festeja los primeros 100 días de vida y después el año. La celebración, explica la argentino coreana, se debía a que era un milagro que un chico sobreviviera ese período y no murieran de hambre. También festejan el día de acción de gracias, el Chuseok, comiendo pasteles de arroz, de un delicado sabor; fideos de batata salteados en verdura, y otros manjares.
¿Novios argentinos? No tuvo. Cuando se fue a estudiar a Seúl tuvo uno coreano y otro también coreano en la Argentina, el que será su marido. La pareja se casará en una iglesia evangélica. Dice Deborah que también hay católicos, pero la mayoría son evangelistas. “En las bodas coreanas generalmente nos casamos por iglesia. Solemos tener una tener una mini fiesta. Invitamos a los mayores a una cena, después de la ceremonia religiosa. Hay restaurantes específicos, donde se celebran como Sinko. Se sirven platos tradicionales coreanos, pastel de arroz, fideos de arroz, en una sopa. Todo tradicional.
Cuando los adultos se van, los jóvenes continúan con una fiesta en otro salón de fiestas que alquilan. Lo que puede sonar como una crueldad es un rito festivo. “En los casamientos solemos hacerle pegar a los pies al novio, como símbolo de que ya no puede escapar de la mujer. Le atan los tobillos y les pegan”, cuenta con naturalidad. Para más detalles: lo descalzan y sí, duele mucho. Los amigos preparan tablas de madera y con eso golpean las plantas de los pies. Eso ocurre en medio del festejo, en el ”after wedding”. Y continúa relatando curiosidades de este ritual: “Cada persona tiene que pagar para poder pegarle y la plata queda para los novios. Como si fuera una subasta. ¿Quién le pega por 1000 pesos?”.
Hoy la descendiente de coreanos, trabaja con su familia en el rubro textil en la confección de indumentaria de Heine, una marca que se comercializa en Flores, sobre la calle Cuenca. Venden suéteres, vestidos y Déborah está en todo, en las redes, en la caja. Es multifacética. Eligió quedarse en la Argentina, con su familia en lugar de Seúl, la capital coreana en la que estudió dos carreras en simultáneo: filología española y relaciones internacionales. Había ido a los tres años con sus padres por primera vez y a los 18 regresaba sola. A su padre no le gustaba que fuera sola a un país donde no tenía familia. No obstante fue el que más la ayudó para instalarse. Viajó tres veces en un año para ocuparse de los papeleos de la universidad de HUFS.
El país lo conocía por las novelas que consumía en videocasetes, le impactó por su modernidad y ritmo acelerado. “Mi primera impresión fue un país muy digitalizado, organizado y rápido. El sistema estaba bien hecho, al principio sentía que era buenísimo, pero ahora que lo pienso, me digo, qué poca tranquilidad cuando todo tiene que ser rápido”, reflexiona. También, todo lo que había estudiado del idioma, cuando llegó se dio cuenta de que no entendía nada. Ni siquiera cuando le decían un importe para pagar. “Llegué a abrir la billetera para que sacaran la plata porque no entendía nada”. Cuando egresó de las dos carreras, se tomó un año para hacer una pasantía en el Consulado Coreano de Madrid. Además del ritmo acelerado, tampoco le gustó la vida competitiva en Corea del Sur. “La sociedad te obligaba a pisar al otro para subir”, de manera que regresó a la Argentina y hoy disfruta de compartir todas las tradiciones, la de sus padres y de sus tiempos en Seúl.
Quienes visiten sus cuentas se encontrarán con rutinas de belleza. Y con exóticos platos de comida. Como su padre también es chef, Déborah desarrolló hábitos de “buen comer”. Por eso, dedica bastante contenido a mostrar todo lo rico coreano que se puede saborear en Buenos Aires. Galletitas. Snacks. El té. Dulces típicos. Supermercados y restaurantes. Todos sus recomendados.
FUENTE: INFOBAE